
El regreso de
Alexandre Aja es el ejemplo de que una buena idea, bien desarrollada, puede
sacar lo mejor del género sin más coartadas ni ornamentos de los necesarios. Como
un menú del día de bar de barrio cocinado por un chef con estrella Michelín, ‘Crawl’ es una película de cocodrilos concisa, eficiente, espectacular y sangrienta.
El ejemplo perfecto de cine de terror veraniego.
Nota: 80
Era difícil que, tras The 9th Life of Louis Drax (2016),
la carrera de Alexandre Aja fuera a dar visos de recuperar el tono. Lo cierto
es que, analizando su filmografía, el cómputo del francés deja más fracasos que
aciertos, o al menos más filmes tibios y carentes de su punch inicial. Parece
que tras probar con variaciones del fantástico con ribetes de drama o comedia,
el director ha vuelto a bajar al barro que le dio un nombre en los 2000 y ha
firmado, digámoslo ya, su mejor película desde The Hills Have Eyes
(2006). Esta vez ha regresado a los terrores acuáticos que tanteó en la
divertida y sangrienta Piranha 3D (2009) pero ha sustituido
la fórmula de jovenzuelos con poca ropa, estupidez y peces carnívoros por una
calibración de elementos básicos de una buena película de criaturas hasta
dejarla en un esqueleto sobre el que construir una odisea de terror basado en
la tensión.
Crawl es una obra de concepto y propone una situación
sencilla, una chica con su padre encerrados en una casa con caimanes en medio
de un huracán. Nada más… y nada menos. Esta sencillez de premisa, que podría
ser la base de una película de televisión de los setenta, juega a su favor en
todo momento, puesto que impone una limitación al director que acaba siendo un
factor de agudeza en la puesta en escena y el planteamiento de la superficie de
juego. Precisamente, es en su falta de originalidad en donde más cosas consigue
demostrar, puesto que la misma idea no es distinta a la curiosa Burning
Brigth (2010), en la que era una mujer con su hermano pequeño la que se
quedaba encerrada en una casa con un tigre, también en medio de la tempestad. La
diferencia es que con una idea tan simple, Aja logra un suspense constante
desde que vemos las primeras fauces abrirse no mucho tiempo después de empezar.

El francés hace las presentaciones de personajes
prácticamente en la escena de créditos —muy elegante y elemental, por cierto—
y pone las fichas sobre la mesa en un primer acto progresivamente tenebroso y
alimentado por una sensación de fatalidad invisible, donde el huracán que se va
formando ya es, de alguna forma, un elemento siniestro. Todo ello ventilado con
ritmo y una economía narrativa funcional que, para cuando la acción explota, no
deja un segundo de respiro. La comparación inevitable, ya incluso desde el
título en castellano y el diseño del póster, con The Shallows (2016) no es
del todo ajustada, puesto que en este caso el suspense tiene más posibilidades
de situación. Donde aquella solucionaba el minimalismo de su propuesta de chica
contra tiburón, con giros hacia la acción rodada al estilo blockbuster
delirante —el final a lo McTiernan o el inverosímil episodio de las medusas— Crawl consigue ajustar en todo momento a
sus propias reglas, logrando un tono mucho más sólido que navega entre el
terror de vieja escuela con vestigios del extremismo francés y las soluciones
espectaculares, que aunque desafíen la suspensión de la incredulidad, responden
a un tono juguetón propio y sin fisuras.
Los personajes son esquemáticos y deja todo el peso de sus
personalidades en manos de los intérpretes –tres, si contamos con el fantástico
perrete—, con lo que un añorado Barry Pepper representa a un padre exigente
pero noble y la siempre cautivadora Kaya Scodelario convierte a una nadadora
exigente consigo misma en una heroína survival
memorable, pese al manido conflicto paternal y de superación al estilo Molly’s
Game (2017), que la define y no aporta gran cosa, pero que tampoco se hace
estoposo, azucarado o sobrante. Quizá ese rasgo del guion es la señal de que Crawl, sin ser especialmente brillante, está
muy por encima de lo que se supone que debe, al menos que a lo que nos tienen acostumbrados películas de
estas características, precisamente por la ausencia de esfuerzos que se noten. Es
decir, va del punto A al B con efectividad y entregando un poco más de lo que
podría esperarse, un poco al estilo de Don’t Breathe (2016), otra
producción de Sam Raimi que se basaba en una propuesta sencilla y atemporal, sustituyendo los giros y sorpresas por una consistencia clasicista que algunos pueden interpretar como narración plana.

Y puede que sea esa mano de Raimi la que hace que, en el
fondo, tenga espíritu de película de terror divertida, tensa y sangrienta.
Aprovecha sus momentos de aire para establecer una geografía en la que hace fácil
entrar, controlando la profundidad de campo y las oportunidades de mostrar
cocodrilos en acción que no decepcionarán a ningún fan del subgénero. Puede que
desde Rogue (2007) no hubiera una tan efectiva en lo suyo. A menudo
recuerda al terror que de cuando en cuando practicaba Wes Craven —no por
casualidad Aja dirigió un remake suyo—, con fisicidad, gore y sin mayores
pretensiones que hacer una buena cinta de género en menos de hora y media. Como
una canción de guitarra, bajo, batería y una melodía pegadiza, el secreto de Crawl
es que no solo no busca ser más de lo que es, sino que da lo mejor de sí misma
a cada minuto, ofreciendo la mejor versión del subgénero,
que no es poco en una época en la que hay algo de saturación de terrores de
autor o cargados de mensaje. Que están muy bien, pero a veces el mercado se
satura y hacen falta entretenimientos puros sin coartadas, excusas ni
vueltas de tuerca para ser originales. A veces hace falta saber que aún se
pueden hacer películas tan químicamente puras como esta.
Jorge Loser