The House With a Clock in its Walls (2018) review: didáctica del terror infantil con espíritu noventero


El paso de Eli Roth del cine de terror de cobertizo al blockbuster fantástico
para todos los públicos se salda con una más que simpática aventura terrorífica
que combina el encanto de los filmes mágicos de Disney de acción real de los
70-80 con el espíritu de R.L. Stine y la familia Addams.

Nota: 70

Eli Roth, como
muchos niños de la era videoclub, quedó prendado del cine de terror cuando vio una
película que absolutamente no debía haber encontrado antes de los 13 años. En
su caso fue Alien (1979) la que le hizo querer ser cineasta, pero también le
volvió el estómago del revés y le aterró, marcando su afinidad por el género. Consciente
de que el gusto por el terror se aprende pronto, una de las cabezas insignia
del splat pack de los 2000 se ha adentrado
como un caballo de Troya en la juguetería del Hollywood de gran presupuesto y
la apuesta segura. El interés en lo macabro de los niños camina entre lo
atractivo y lo traumatizante, y la línea se ha ido suavizando hacia lo seguro,
con una serie de fórmulas formales reconocibles que muchos infantes reconocen
como una mirada condescendiente con su capacidad para asimilar temas tabú. Roal Dahl, Arthur Gorey, Charles Addams,
el primer Tim Burton o el cine
Disney de los 80, supo caminar por esa línea, dando volantazos hacia lo
horripilante y siniestro sin miedo a dejar secuelas.


Otro escritor que logró bordar ese equilibrio entre el miedo
y la catarsis fue John Bellairs,
cuyas novelas de etiqueta Young adult
tienen suficiente carburante para dar escalofríos a un niño, pero no tanto como
para llegar a darle pesadillas. Sus libros tuvieron mucho éxito en su día y su
saga de Lewis Barnavet, empezando por La casa del reloj en la pared (The
House with a Clock in Its Walls, 1973) era perfecta para una adaptación. Tras
el éxito de Pesadillas (Goosebumps, 2015) la fórmula parecía más o menos
clara (Jack Black + niño pálido de ojos azules, check), pero lo que realmente
sorprendió es la elección de un director como Roth. Su estilo pedestre, más de
explosiones que de bisutería, sale victorioso gracias a su asociación con el
creador de Sobrenatural (Supernatural, 2005-) el guionista Eric Kripke, y ha conseguido reinventarse
a sí mismo y dar en la diana para crear un filme infantil entre lo divertido y
lo aterrador, manteniendo el espíritu de la novela de forma más o menos
intacta, aunque la trama se haya alterado un poco.

En La casa del reloj
en la pared
seguimos al pequeño Lewis Barnavelt (Owen Vaccaro), un niño de 10 años huérfano, tímido y aficionado a
la lectura que se muda a la ciudad ficticia de New Zebedee, Michigan, para
vivir con su tío Jonathan, interpretado por Jack Black, que resulta ser un brujo, amigo de la Sra. Zimmerman (Cate Blanchett), una poderosa maga con
un atasco en sus habilidades. Juntos, el trío forma una familia improvisada en
la que magia y los típicos exabruptos de casa encantada forman parte del día a
día. Pronto los misterios de la casa, el extraño pasado de Jonathan y la accidentada
formación en la magia de Lewis irán oscureciendo la trama hasta convertir la
película en una aventura de fantasía y terror formulaica pero ejemplar.


Sus primeros compases dan la sensación de estar frente a una
versión americana de los episodios de introducción de la película de Harry Potter, con el joven mago en casa
de sus tíos, pero durante toda una película, paulatinamente, el desarrollo se
torna más episódico, centrándose en las sorpresas que guarda la casa encantada
con una dinámica similar a las películas de La familia addams (The
Addams Family, 1991), con gags menos macabros pero con la misma óptica de
aligerar tropos del cine de casas encantadas con humor, en este caso con un toque
escatológico genuinamente Roth. En ocasiones llega a recordar a otras aventuras
fantásticas infantiles de aquella época, con el referente estético y narrativo
de películas como La Maldición de las Brujas (The Witches, 1990) y Matilda
(1996), que no por casualidad adaptaban a Dahl.

Una de las constantes de aquellas películas que se
establecían en épocas de aspecto retro, o las trataban de imitar. En La casa del reloj en la pared  el año es 1955, mientras que en el libro 1948.
No está claro si se ha modificado para proporcionar una cronología más
plausible para una historia que guarda conexiones con la Segunda Guerra Mundial
o para poder llenar la banda sonora de pelotazos de la era del rock and roll.
En cualquier caso, dota a la película de una textura deliciosa y muestra a un
Eli Roth capaz de generar un espíritu positivo y juguetón, que hace perdonar el
maniqueo uso de algunos pasajes musicales demasiado enraizados en las películas
de hace veinticinco años, hasta el punto que parecen impresas con la misma
plantilla de “música de situación”. Con todo, la mayoría de secuencias que
alegan al sentido de la maravilla no se sienten forzadas, y no porque la cinta
lleve la marca Amblin, sino porque hay una sentida reivindicación de lo diferente,
del friki de la clase y el marginado de la escuela que funciona de forma
vertical hasta los maravillosos personajes de Black y Blanchett y nunca se
trata de edulcorar o maquillar.

La pareja de actores funciona a la perfección, mostrando un
equilibrio genial entre las payasadas de uno y la elegancia cálida de la otra.
Blanchett brilla de forma innata en pantalla, pero aquí se apropia de la magia
de Mary Poppins o Angela Lansbury en La bruja novata (Bedknobs &
Broomsticks, 1971) y le añade su siempre enigmática ambigüedad haciendo a su
personaje billar mucho más de lo que ofrecía sobre el papel. Otro elemento que
funciona a la perfección es el villano de MacLachlan, que saca jugo de su
versión más siniestra del Sr. C en Twin
Peaks: The Return
(2017) ayudado por ojos inyectados en sangre y un
maquillaje que no se corta en hacerlo parecer hediondo y terrorífico.  Lo que nos lleva de vuelta al importantísimo
equilibrio entre mostrar demasiado horror y no mostrar lo suficiente. La casa con el reloj en la pared ha sido
diseñada como una pequeña guía para niños de lo que pueden dar de sí las películas
de terror, presentando muchos de los tropos de género de forma inocua pero
manteniendo la esencia de lo que los hace funcionar, en vez de limitarse a
ponerle ojos de tebeo y voces simpáticas a los monstruos.

Tenemos un grifo de setos que evacua torrencialmente hojas
muertas en el patio de la casa o apariciones de la madre de Lewis que se supone
que sirven como contrapunto encantador pero que la mirada de Lorena Izzo convierte
en inquietantes. No hay sangre y tripas pero la secuencia de las calabazas
malvadas es puro splattpic de grumo naranja
neón que no desmerece a una historia de alguna antología de Halloween. Jonathan
tiene una colección de autómatas y muñecos fascinantemente espeluznantes,
ninguno de los cuales rechinaría en una película del universo Warren, hay una
pata de mono que Roth enfoca justo antes de que los protagonistas hagan una excursión
al que podría ser el emplazamiento de Cementerio de animales (Pet Sematary,
1989), criaturas pulpoides, un momento body horror con Jack Black que no
desentonaría en una comedia absurda de Troma
o Takashi Miike e incluso un
aterrador encuentro con el mal a modo de flashback que parece haber sido
diseñado tras ver el final de El extraño (The Wailing, 2016). Como en Una pandilla alucinante
(Monster Squad, 1987) se recupera el legado de los horrores de la guerra con un
personaje cuyo pasado se puede comprender por alusiones, aunque para un niño no
es tan fácil sospechar esa historia de fondo ni siquiera con las macabrísimas connotaciones
de una escena en la que los héroes acaban con un grupo de seres por medio de
gases mágicos.


Lo más refrescante de La casa del reloj en la pared es que
está llena de detalles no tan habituales en la cultura pop, como el cifrado de
Alberti y los glifos de Enoc, utilizando el esoterismo como un lugar no tan
seguro como se enseña en Howards, marcando mucho más la sensación de peligro de
acercarse a la magia negra, aunque muchos elementos, al final, acaben
reflejando la importancia de la ficción de J.K.
Rowling
en el imaginario fantástico actual. De cualquier manera, una
sorprendente y simpática exploración de los límites del cine fantástico
infantil de estudio, con un Eli Roth más imaginativo a nivel visual, que, sin
lograr librarse de alguna de sus torpezas de puesta en escena, logra insuflar
corazón y ritmo a una pequeña caja de sorpresas siniestras.  Podría significar una resurrección creativa
que reinventa al director de Hostel (2005)
como un artesano de estudio encargado de sabotear el ponche del baile de fin de
curso, echándole la cantidad de alcohol prohibido suficiente como para plantar
la semilla de los futuros fans de cine de terror.

Jorge Loser