Otro escritor que logró bordar ese equilibrio entre el miedo y la catarsis fue John Bellairs, cuyas novelas de etiqueta Young adult tienen suficiente carburante para dar escalofríos a un niño, pero no tanto como para llegar a darle pesadillas. Sus libros tuvieron mucho éxito en su día y su saga de Lewis Barnavet, empezando por La casa del reloj en la pared (The House with a Clock in Its Walls, 1973) era perfecta para una adaptación. Tras el éxito de Pesadillas (Goosebumps, 2015) la fórmula parecía más o menos clara (Jack Black + niño pálido de ojos azules, check), pero lo que realmente sorprendió es la elección de un director como Roth. Su estilo pedestre, más de explosiones que de bisutería, sale victorioso gracias a su asociación con el creador de Sobrenatural (Supernatural, 2005-) el guionista Eric Kripke, y ha conseguido reinventarse a sí mismo y dar en la diana para crear un filme infantil entre lo divertido y lo aterrador, manteniendo el espíritu de la novela de forma más o menos intacta, aunque la trama se haya alterado un poco.
En La casa del reloj en la pared seguimos al pequeño Lewis Barnavelt (Owen Vaccaro), un niño de 10 años huérfano, tímido y aficionado a la lectura que se muda a la ciudad ficticia de New Zebedee, Michigan, para vivir con su tío Jonathan, interpretado por Jack Black, que resulta ser un brujo, amigo de la Sra. Zimmerman (Cate Blanchett), una poderosa maga con un atasco en sus habilidades. Juntos, el trío forma una familia improvisada en la que magia y los típicos exabruptos de casa encantada forman parte del día a día. Pronto los misterios de la casa, el extraño pasado de Jonathan y la accidentada formación en la magia de Lewis irán oscureciendo la trama hasta convertir la película en una aventura de fantasía y terror formulaica pero ejemplar.
Sus primeros compases dan la sensación de estar frente a una versión americana de los episodios de introducción de la película de Harry Potter, con el joven mago en casa de sus tíos, pero durante toda una película, paulatinamente, el desarrollo se torna más episódico, centrándose en las sorpresas que guarda la casa encantada con una dinámica similar a las películas de La familia addams (The Addams Family, 1991), con gags menos macabros pero con la misma óptica de aligerar tropos del cine de casas encantadas con humor, en este caso con un toque escatológico genuinamente Roth. En ocasiones llega a recordar a otras aventuras fantásticas infantiles de aquella época, con el referente estético y narrativo de películas como La Maldición de las Brujas (The Witches, 1990) y Matilda (1996), que no por casualidad adaptaban a Dahl.
Una de las constantes de aquellas películas que se establecían en épocas de aspecto retro, o las trataban de imitar. En La casa del reloj en la pared el año es 1955, mientras que en el libro 1948. No está claro si se ha modificado para proporcionar una cronología más plausible para una historia que guarda conexiones con la Segunda Guerra Mundial o para poder llenar la banda sonora de pelotazos de la era del rock and roll. En cualquier caso, dota a la película de una textura deliciosa y muestra a un Eli Roth capaz de generar un espíritu positivo y juguetón, que hace perdonar el maniqueo uso de algunos pasajes musicales demasiado enraizados en las películas de hace veinticinco años, hasta el punto que parecen impresas con la misma plantilla de “música de situación”. Con todo, la mayoría de secuencias que alegan al sentido de la maravilla no se sienten forzadas, y no porque la cinta lleve la marca Amblin, sino porque hay una sentida reivindicación de lo diferente, del friki de la clase y el marginado de la escuela que funciona de forma vertical hasta los maravillosos personajes de Black y Blanchett y nunca se trata de edulcorar o maquillar.

La pareja de actores funciona a la perfección, mostrando un equilibrio genial entre las payasadas de uno y la elegancia cálida de la otra. Blanchett brilla de forma innata en pantalla, pero aquí se apropia de la magia de Mary Poppins o Angela Lansbury en La bruja novata (Bedknobs & Broomsticks, 1971) y le añade su siempre enigmática ambigüedad haciendo a su personaje brillar mucho más de lo que ofrecía sobre el papel. Otro elemento que funciona a la perfección es el villano de MacLachlan, que saca jugo de su versión más siniestra del Sr. C en Twin Peaks: The Return (2017) ayudado por ojos inyectados en sangre y un maquillaje que no se corta en hacerlo parecer hediondo y terrorífico.
Lo que nos lleva de vuelta al importantísimo equilibrio entre mostrar demasiado horror y no mostrar lo suficiente. La casa con el reloj en la pared ha sido diseñada como una pequeña guía para niños de lo que pueden dar de sí las películas de terror, presentando muchos de los tropos de género de forma inocua pero manteniendo la esencia de lo que los hace funcionar, en vez de limitarse a ponerle ojos de tebeo y voces simpáticas a los monstruos.
Tenemos un grifo de setos que evacua torrencialmente hojas muertas en el patio de la casa o apariciones de la madre de Lewis que se supone que sirven como contrapunto encantador pero que la mirada de Lorena Izzo convierte en inquietantes. No hay sangre y tripas pero la secuencia de las calabazas malvadas es puro splattpic de grumo naranja neón que no desmerece a una historia de alguna antología de Halloween. Jonathan tiene una colección de autómatas y muñecos fascinantemente espeluznantes, ninguno de los cuales rechinaría en una película del universo Warren, hay una pata de mono que Roth enfoca justo antes de que los protagonistas hagan una excursión al que podría ser el emplazamiento de Cementerio de animales (Pet Sematary, 1989), criaturas pulpoides, un momento body horror con Jack Black que no desentonaría en una comedia absurda de Troma o Takashi Miike e incluso un aterrador encuentro con el mal a modo de flashback que parece haber sido diseñado tras ver el final de El extraño (The Wailing, 2016). Como en Una pandilla alucinante (Monster Squad, 1987) se recupera el legado de los horrores de la guerra con un personaje cuyo pasado se puede comprender por alusiones, aunque para un niño no es tan fácil sospechar esa historia de fondo ni siquiera con las macabrísimas connotaciones de una escena en la que los héroes acaban con un grupo de seres por medio de gases mágicos.

Lo más refrescante de La casa del reloj en la pared es que está llena de detalles no tan habituales en la cultura pop, como el cifrado de Alberti y los glifos de Enoc, utilizando el esoterismo como un lugar no tan seguro como se enseña en Howards, marcando mucho más la sensación de peligro de acercarse a la magia negra, aunque muchos elementos, al final, acaben reflejando la importancia de la ficción de J.K. Rowling en el imaginario fantástico actual. De cualquier manera, una sorprendente y simpática exploración de los límites del cine fantástico infantil de estudio, con un Eli Roth más imaginativo a nivel visual, que, sin lograr librarse de alguna de sus torpezas de puesta en escena, logra insuflar corazón y ritmo a una pequeña caja de sorpresas siniestras. Podría significar una resurrección creativa que reinventa al director de Hostel (2005) como un artesano de estudio encargado de sabotear el ponche del baile de fin de curso, echándole la cantidad de alcohol prohibido suficiente como para plantar la semilla de los futuros fans de cine de terror.








