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Crónicas del mal: la serie de terror de culto de los 90 llega a RTVE Play

La antología es uno de los formatos más populares con los que nuestro país ha afrontado el terror episódico. Desde Historias para no dormir (1966-) a El quinto jinete (1975), pasando por las Historias del otro lado (1988-1991) de Jose Luis Garci, la limitación autoconclusiva ha sido una constante en el desarrollo de ficción ibérico. Una de las series más malditas de Televisión Española fue Crónicas del mal, realizada en coproducción con la productora Mabuse, y que se emitió en TVE-1 desde el 9 de octubre de 1992 hasta llegar a 13 episodios, de 30 minutos de duración cada uno, con historias originales y no adaptaciones de obras literarias conocidas, como era bastante común hasta ese momento. Además, cada semana tenía detrás a un director y reparto diferentes, cuyo denominador común es que rodaron en cine con una dotación similar y temas que circulaban alrededor del terror y la fantasía.

La única temática común entre las diferentes historias era el “el terror cotidiano”, saliendo de la zona de confort de las representaciones de época, encajando la tendencia de la literatura de Richard Matheson y Stephen King a un escenario tan improbable como la península ibérica en los 90, con horrores que implicaban al compañero de trabajo, los vecinos o incluso Galerías Preciados. Una apuesta que llegaba en una época en la que la escasez de producción fantástica patria en la gran pantalla tras el cataclismo de la Ley Miró se tradujo en una buena acogida entre la audiencia catódica, apareciendo cerca del estreno de otras dos series sobrenaturales de producción propia, Sabbath (1990), con la imprescindible tv-movie La luna negra, y La hija de los lobos (1991). Ramón Gómez Redondo, un ex director de programas de TVE del PSOE entre 1982 y 1986, llevó a la realidad el proyecto contando con un presupuesto de 607 millones de pesetas y una fórmula similar a la de series como Historias del más allá (Tales from the Darkside, 1984-1988), con la que compartía una duración de media hora escasa y una facilidad para adentrarse en tropos conocidos del terror cinematográfico dependiente de la complicidad con el espectador.

También coincidió en el tiempo con Cuentos de la Cripta (Tales from the Crypt, 1989-1997), cuya idea de anfitrión de ultratumba pudo tener algo que ver con la cabecera de Crónicas del mal, un extraño clip con un director de orquesta rodeado de velas encendidas que se arranca una máscara y deja ver su cara desfigurada y sin ojos, acompañado por una música de iglesia espesa y monocorde. En realidad en España habíamos tenido nuestro propio horror host en Chicho Ibáñez Serrador, que a principios de los ochenta quiso revivir sus Historias para no dormir a modo de productor ejecutivo, con la intención de que los episodios estuvieran dirigidos por diferentes realizadores a los que darle una oportunidad. Gómez Redondo dio pie a una idea similar; declaraba en su momento que su objetivo era combinar algo de humor con secuencias de terror puro, pero los momentos de comedia no eran demasiado relevantes, más allá del sentido macabro y oscuro de entender el género y su impacto en la realidad conocida.

La serie no se libró de las críticas incluso antes del estreno, ya que la antigua militancia del productor le costó acusaciones de corrupción; el gobierno del PSOE acumulaba quejas del PP y en este caso concreto vino por parte del vicesecretario general Javier Árenas, denunciando que el coste de la serie había sido en realidad de 585 millones de pesetas, lo que daría lugar a una demanda por daños y perjuicios de Mabuse, que veía cómo el proyecto se conectaba incluso la trama Filesa de financiación ilegal del PSOE. Pero el tiempo la ha puesto en su lugar y, aunque no todas las historias son de una calidad consistente, lo bueno pesa sobre lo menos bueno y merece rescatarse como uno de los accidentes olvidados de terror más interesantes en la ficción en castellano, no solo por los nombres asociados o el acabado, sino por su poco habitual tendencia a la variedad y tono taciturno.

Los episodios

El primer capítulo, Su juguete favorito, obra de Antonio Drove trataba sobre una niña con un alter ego malévolo, que la mira desde el espejo y la incita para que mate a su hermano recién nacido. Una microversión de El Otro (The Other, 1972) de Robert Mulligan que resultaba torpona y poco representativa de las capacidades que tenía el formato, un mal aperitivo que sin embargo es de los más interesantes para analizar el contexto de la época. Según contaba su director, “el mal es una encarnación de las obsesiones de un grupo aparentemente normal”, en este caso una familia burguesa “de las de chalé y parcela”, sumida en la monotonía. Esta interpretación engloba la idea bajo la recuperación de la serie en la Sala B de la Filmoteca Española en febrero de 2021, cuyo comisario Álex Mendíbil contextualizaba “pone el foco en un tiempo muy concreto de este país y por lo general ausente del cine fantaterrorífico: el desenfreno económico y europeísta previo a la crisis del 93. Esa España rica y guapa es el trasfondo de las pesadillas de nuestra selección televisiva (…) que ponen en imágenes terrores más o menos conscientes de la sociedad del momento”.

Su juguete favorito

Dirigida por José María Carreño, El ascensor, llevaba el terror del cine gótico y casas encantadas a un edificio de apartamentos donde una mujer a la que desahuciaron y fue encontrada muerta en el montacargas. Allí se muda una mujer recién separada, encontrándose que el ascensor cobra vida por las noches, un fenomenal relato que se adelanta a las tensiones de la crisis provocada por el ladrillo y que planteaba un nuevo escenario, cercano, para el terror que luego sería explotado en películas como La comunidad (2000) o Para entrar a vivir (2006). Rompe la ambientación actual El ojo que te ve de Pedro Costa, autor del argumento de cuatro de los episodios, que se desarrolla en dos relatos paralelos que coinciden en la pantalla del televisor, donde Ariadna Gil es la espectadora de una vieja película de los años cincuenta en la que la heroína es asesinada, y el destino parece que va a repetirse en una especie de twist meta de un film de Hitchcock con dejes de Angustia (1987) de Bigas Luna.

Compañeros en el crimen, de Juan Miñón, también juega a lo metacinematográfico con la inspiración macabra de un director de cine interpretado por Juanjo Puigcorbé sobre los asesinatos reales de un admirador desconocido que encarna Carlos Hipólito, creándose un ciclo en el que los crímenes de uno se convierten en películas de éxito del cineasta, incapaz de poner fin a la situación, al estilo de Un cubo de sangre (A Bucket of Blood, 1959). Hipólito sorprende en este papel, que para él era una oportunidad “estaba harto de ser siempre el chico bueno” comentaba el actor confesándose fan de Hannibal Lecter, que en el momento era un fenómeno. La casa embrujada, de Luciano Valverde, era otra variación del subgénero de casas encantadas, con el espíritu de un criminal vagando en la mansión en lo alto de una colina, un Old Dark House clásico con su usual inclusión de humor. Matar el tiempo de Manuel Matji es algo caótico pero original en plantear una pesadilla cíclica de un joven que se ve a sí mismo en un volumen sobre asesinos en serie en un centro comercial, convirtiendo su tarde en un viaje kafkiano que tiene un puntito de esos anuncios contra la droga de la época, aplicado aquí a la cultura de la violencia en el cine, y un final a lo En la boca del miedo (1994).

Compañeros en el crimen

No habrá flores para los muertos de Ricardo Franco, sobre un guion de Carlos Pérez Merinero, trataba de ubicar un relato de muertos vivientes poco tradicional, con la presencia inusual de su director, que se animó a trabajar en el género gracias al tono de humor surrealista de la historia, en la que los redivivos parecen los de los ciegos de El poder de las tinieblas (1979), cuenta con la agradecida presencia de Manuel Alexandre y conforma uno de los episodios más raros y destacables. La salida del laberinto de Enrique Nicanor está basado en un relato de Alberto S. Insua, combinando la mitología clásica con la trama recurrente de visiones incomprensibles que esconden la verdad de lo que rodea a sus protagonistas luego recapitulada en decenas de películas como Tránsito (Stay, 2005), solo que aquí tienes el lujo de tener a Javier Bardem. Una bola de nieve en el infierno de Manuel Vidal Estévez, en la que Paco Vidal interpreta a un hombre encallado por las rutinas y la frustración, cuyas ansiedades explotan en forma de licantropía, todo un precedente de la actualización del subgénero de Lobo (Wolf, 1994), con la particularidad de resucitar un mito tradicionalmente ibérico, cuya imagen todavía perpetuaba Paul Naschy.

Un corazón solitario, de Silvie Zadie era el único dirigido por una mujer, la represión propia de la vida cotidiana, el engaño y una influencia del horror psicológico de Robert Altman se erige como uno de los precedentes hispanos del cine de psychothic women que se ha convertido en subgénero del terror. En La visita, de Luis Ariño, en la que una mujer recibe en su casa, a medianoche, a unos individuos que dicen ser los antiguos propietarios del lugar donde vive, un home invasion con giro a lo Edgar Allan Poe. Ambos sirven de aperitivo de Ritesti, el gran regreso al cine de Ivan Zulueta que trabajó en un guion de Pedro Montero según relato de José Luis Velasco Antonio, en el que un joven soldado llega en tren a una estación solitaria donde tiene que hacer trasbordo. Allí se queda dormido y tiene un extraño sueño: en la estación encuentra una pastelería que solo abre de noche, donde una bella joven le cuenta la macabra historia que aparece grabada en la tapa de las cajas de pasteles, una historia que se repite en su sueño, del que no puede salir. Zulueta crea la enigmática idea del sueño como túnel y propia causa del mismo, en el trabajo que supuso su canto del cisne, otro viaje surreal inclasificable que cerraba la serie por todo lo alto y dejaba clara la versatilidad del formato.

Un corazón solitario

Pese a ser más torpe que la pieza de Zulueta, hemos dejado para el final el episodio más impactante y valioso del conjunto, La puerta del éxito de Ramón G. Redondo, con guion de Carlos Pérez Merinero, de nuevo con texturas oníricas y límite de la realidad elástico, en una pesadilla sin igual en la ficción de terror española. El episodio es un extraño viaje por los pasillos y escaleras ocultos de unos grandes almacenes en medio de la ciudad, en aquella época seguramente Galerías Preciados, aquí bautizado como Paraíso. Un niño va con su madre a comprar el traje de la primera comunión y mientras ella se dedica a comparar diversas ofertas, aburrido, encuentra una misteriosa puerta “EXIT” que conduce a los subterráneos del supermercado, en donde encontrará cosas tétricas, y un hombre diabólico interpretado por Pepe Sancho. Este era otro ejemplo de la materia prima precrisis que reflejaba la serie, como recordaba Mendíbil “muestra familias pudientes, centros comerciales (…) demonios que vienen a destrozar familias instaladas en la sociedad del bienestar, un cuento moral con sentimiento de culpa capitalista y burgués típicamente televisivo, como ya nos enseñó la mítica Twilight Zone (…) Hay un componente irónico en ver a ciertos actores como en la sabia elección de Sancho Gracia, icono de la genuina Edad de Oro de TV, como reverso mefistofélico”.

La puerta del éxito atesora, además, un componente de pesadilla infantil que puede equipararse con Phantasma (1979), cuyo plano final del espejo calca casi al dedillo, aunque la película de Don Coscarelli carece del elemento turbio que sí tiene este episodio. Escenas como el niño acosado por otros con traje de comunión, humillado por el diablo, son para no dar crédito, y la secuencia con Sancho engañando al niño para tirarlo al fuego del infierno, para acto seguido insultarle “¡ven aquí, hijo de puta!” dan escalofríos y puede que por la implicación oscura de lo que está representando. Según Gómez Redondo “hay un contenido sexual en la relación entre el niño y el personaje del calefactor que cuida las calderas del ‘Paraíso’, como la de cualquier pequeño con el ogro de un cuento, que puede ser su amigo pero también le puede devorar”. Además de la pederastia, el episodio jugaba con la idea del travestismo, en una suerte de perversión del ritual católico que en esa España de ir a misa los domingos resulta provocador y trágico, puede que por accidente. Una pieza de culto que debería ser puesto por norma en programa doble con El asesino de muñecas (1975).

La puerta del éxito

Crónicas del mal tiene momentos aparatosos, y afronta el género en ocasiones con una ingenuidad que crea un tono incómodo, triste, involuntariamente inquietante, por la cercanía y la representación de una época, pero de cualquier manera supuso un soplo de aire fresco, y lamentablemente no tuvo buena suerte, ni siquiera con la relativa atención que supuso el regreso de Zulueta, que también hizo los rótulos y arte de la serie. Su acogida sin entusiasmo se debía a factores como el horario de estreno elegido, los viernes por la noche, después del mítico programa Un, dos, tres en TVE, lo que dejaba el factor nicho retroalimentándose. Luego tuvo algunas reposiciones en canales digitales especializados en cine fantástico, pero aunque demostró que había una posibilidad de hacer terror televisivo en España, con un elenco lleno de estrellas del cine nacional y buenos directores, su ejemplo no cuajó, dejando un hueco de más de una década, casi hasta que Chicho volvió a tomar las riendas con sus Películas para no dormir (2006) y Álex de la Iglesia hiciera el equivalente de su revolución con El día de la bestia (1995) en el paisaje de las plataformas gracias a 30 monedas (2020-).