La sombra de Ghost in the Shell

La nueva versión en acción real del anime dirigido por Mamoru Oshii cuestiona la posición de este tipo de animación ya pasados los primeros compases del amanecer del siglo XXI. El impacto del manga original y su posterior traslación a fotogramas pueden rastrearse en la obra de los grandes nombres de entretenimiento moderno y la globalización de un estilo de vida que sigue en nuestros días.

Mientras se discute si el remake de acción real de Ghost in the Shell debería o no tener como protagonista a Scarlett Johansson, el clásico de anime japonés, con más de dos décadas, resulta hoy más refrescante que nunca, en plena revolución tecnológica y de la comunicación. Adaptado de un manga escrito por Masamune Shirow,  el largometraje poseía algunos signos reconocibles del género anime de ciencia ficción como vastas metrópolis, robots, aparatosas armaduras militares, y también mujeres neumáticas con ojos enormes, claro. Sin embargo, su capacidad técnica y su innovación estética hizo que su historia, con forma de noir futurista en la línea de Blade Runner supusiera una revolución en el subgénero. Pero como muchas cintas de animación con ese impacto, provienen de éxitos en papel.  La editorial japonesa Kodansha pone a la venta, de 1989 a 1991, la monumental obra de un joven Masamune Shirow, que  ya había coqueteado con los límites de la tecnología con las series Appleseed y Black Magic. El resto es historia. Siete años después de que se estrenara en los cines de Japón Akira, el 18 de noviembre de 1995 lo hacía la que acabaría de derrumbar el resto de muros occidentales para una manera de entender la animación.

Ghost in the Shell,  era el alma gemela  del Akira de Otomo,  por su repercusión, estética e importancia. Cyberpunk con millones de lectores a través de un universo futurista con cyborgs, inteligencia artificial, política y cargado de un lenguaje y referencias tecno-filosóficas adultas, muy por encima de cualquier trabajo anterior. De ambas han bebido y copiado grandes clásicos posteriormente. Aunque en realidad sean muy diferentes, en las dos se cuestiona la naturaleza de lo que nos hace seres humanos. La obra de Otomo era un relato barroco de adolescentes psicóticos, y energías telekinéticas desatadas en un Tokio postapocalíptico. Bajo su violencia,  una espantosa reflexión sobre si la tecnología nos está volviendo locos. Durante el auge de la industria entre finales de los 80 y principios de los 90, Akira introdujo nuevas técnicas de animación. También el método de grabación de las voces antes del dibujo, sincronizando los movimientos animados de la boca. La atención obsesiva de Otomo a los detalles y la insistencia en usar una película de 70 milímetros de alta definición en lugar del estándar de 35 la convirtieron en el anime más caro de la historia.

Lo que más las unía, sin embargo, era su capacidad para rasgar las fronteras asociadas a productos típicamente japoneses. A este respecto Ghost in the Shell, la película, fue una apuesta prediseñada para ello. Es significativo que fuera cofinanciada por una compañía británica, Manga Films, una alianza de este y oeste que aportaba una narración con ecos de occidente combinada con el arte japonés. La producción se acabaría lanzando directamente a vídeo, pero contaba con un presupuesto de nuevo superior a lo habitual. Fue dirigida por Mamoru Oshii con una audiencia extranjera en mente, incluso había cortes musicales de U2, despojando del humor de las viñetas de Shirow e integrando gráficos creados por ordenador. En agosto de 1995, el video encabezó las ventas del Billboard en EE.UU llegando a vender más de un cuarto de millón de copias, una hazaña sin precedentes en la animación japonesa. Con su presupuesto de 10 millones de dólares superó los más de 7 de Akira. La mayoría de la inversión se fue en animaciones generadas por ordenador. El resultado cambió la industria del anime para siempre. La mayoría de compañías cambiaron todos sus departamentos para incorporar el futuro.

Su éxito allanó el camino a obras como Neon Genesis Evangelion, que también acabaría teniendo un éxito salvaje. En medio de una época de absorción multicultural en occidente, Ghost in the Sell fue un punto y aparte, rasgando el velo que ocultaba todo un universo de ficción históricamente inaccesible en occidente. El mundo de animación oriental ya no solo eran culebrones con muchachas de ojos gigantes, o series como Campeones. La concepción de cine de animación para adultos volvía a tener relevancia y a tomarse en serio. Empezaron a llover VHS con películas que mostraban que los dibujos animados también pueden tratar la violencia, el sexo «hardcore» o la fantasía de horror. Recopilaciones de oscuros Ova de éxito en Japón y desconocidos en Europa hasta ese momento llenaban los catálogos. La imagen del género se fue reamoldando a las necesidades de un público al que el espectáculo del cine de acción real se le quedaba corto.  Artefactos como Ninja Scroll, que también había sido lanzado por esas fechas con un éxito comercial también significativo, consagraban una era dorada del anime que, impactando en una industria incapaz de mostrar acción o mundos irreales con esa sensación de escala e impresionismo visual, se expandía como la pólvora.

Ghost in the Shell acabó siendo más popular internacionalmente que dentro de Japón. Pero la industria del anime no capitalizó suficientemente esa expansión internacional. El siguiente proyecto anime de la saga, la serie Ghost in the Shell, Stand Alone Complex, no saldría a la venta hasta siete años después. Pasaron hasta nueve años de espera para su secuela en cine. Para entonces, las innovaciones de la primera habían sido más que absorbidas. Había allanado un camino de acceso comercial que poco a poco ha ido apagándose hasta quedar relegado a una posición de prestigio con estudios como Ghibli y similares estrenando en festivales. Pero la obra de Oshii había calado hondo en Hollywood. Es ya mítica la historia de las hermanas Wachowski que, para conseguir convencer a Joel Silver para producir su Matrix, le mostraron un vídeo con la película y dijeron «Queremos hacer esto en acción real de verdad». Efectivamente, tomaron prestados detalles clave como la «lluvia» digital de números verdes las conexiones de humanos con agujeros en la parte posterior de su cuello y un largo etcétera.

Pero no solo impactó en la famosa trilogía. Pesos pesados de Hollywood como James Cameron funcionaron como embajadores del descubrimiento, incluso se pueden rastrear ideas familiares como la de que los humanos pueden transferir sus personalidades a los cuerpos de una especie alienígena en Avatar. Spielberg, otro fan, reflexionaba sobre las implicaciones filosóficas de la interfaz humano-autómata en AI: Inteligencia Artificial  y se veía que le gustaba también en las visiones futuro-tecnológicas de Minority Report. No es de extrañar, tampoco, que quien comprara los derechos de la película que ahora se estrena fuera Dreamworks. Tarantino se hizo con los servicios de Production I.G. la compañía encargada de la animación, para su segmento animado en Kill Bill y Joss Whedon produjo la serie Dollhouse, con agentes secretos son a los que eliminan recuerdos y personalidades, para ser implantados de nuevo en avatares temporalmente. Muchos grandes nombres de la ficción americana en los que la obra de Oshii ha dejado huella.

La obsesión tecnológica del Japón de principios de los 90 se definía a través de una intencionada sobredosis de imágenes e información y hoy, las ideas exploradas en Ghost In The Shell, resultan mucho menos abstractas que en su momento. La familiaridad de los conceptos que levitan sobre la trama no sobrecargan. Su poder abrumador es más digerible hoy y gracias a ello se aprecia cómo la tecnología nos ha transformado desde el cambio del milenio. Cada vez más acostumbrados a sumergirnos en un mundo digital, con nuestros avatares virtuales, comunicándonos a grandes distancias a golpe de pantalla a través de un ciberuniverso que materializamos en una interfaz. El futuro no es tan distinto a lo que vivía Motoko Kusanagi, pero sí menos estilizado y glamuroso.

Sin embargo, precisamente por ello, el anime es muy adecuado para definir nuestros días y, como pieza de entretenimiento y espectáculo, ha resistido el paso del tiempo tan bien que la próxima adaptación recrea alguna de sus secuencias sin variaciones apreciables. Fue el oráculo de una nueva era posthumana que no tiene vuelta atrás y punta de la lanza de un estilo, que como casi toda la animación tradicional, ha perdido el poder de fascinar globalmente en pantallas gigantes. Pero su herencia se hace muy presente en las cada vez más comunes convenciones de mundo otaku: mangakas y cosplayers que han normalizado un modo de vida, modelado por la cultura japonesa en no pocos sectores objetivos del mundo fandom.