Quizá las vampiras lesbianas no sean uno de los monstruos más populares del cine de terror, pero algo ocurrió en Europa en los años 70. Puede que por agotamiento de la fórmula de Stoker, se recurrió de nuevo a la historia corta Carmilla y en los estertores de Hammer se sustituyó al Drácula de Cristopher Lee por la reviniente de Lefanu, dando lugar a una trilogía que llamaba al público introduciendo más sangre y féminas sin ropa. La ola europea dio muestras como “El rojo en los labios”, una curiosidad adelantada a su tiempo, y prácticamente el grueso de la obra de Jean Rollin, que dedicó su carrera a crear diversas historias de no muertas para sus actrices fetiche, que solían deambular en salto de cama por sombríos cementerios franceses.
En la península tuvimos una buena representación porque a los Españoles de los setenta les gustaba una mama en el cine más que a un tonto un lápiz. Un gran fan de rodar tetas en 35 mm fue Jess Franco, que también dedicó mucha parte de su inabarcable filmografía a las chupasangres. Las Vampiras, fue probablemente la mejor de ellas y es muy reconocida en todo el mundo por su elocuente título original “Vampiros Lesbos”. También hay que destacar La novia ensangrentada, obra de otro gran fan de la teta, Vicente Aranda; que tiene gran seguimiento culterano en todo el mundo.
Jose Ramón Larraz es bastante apreciado en el Reino Unido. Realizó su carrera a caballo entre las islas y la península pero su personalidad es mucho más afín a artesanos británicos como Pete Walker o Norman Warren. Al igual que ellos, su trabajo no es muy conocido y la coherencia de obras como Whirlpool, Deviation o Síntomas están aún por descubrir. Su estilo tiene un fuerte componente de influencia del cómic que transmite a sus películas en juegos de ángulos y un montaje de intencionalidad secuencial.
Las hijas de Drácula, (burdo y engañoso título en castellano) es apreciada por su atmósfera de misterio y opresión. Su estructura extraña crea una lógica difusa común con los paisajes hipnóticos de Rollin. En su trama, una pareja de supuestas vampiras se dedican a seducir a hombres que recogen en la carretera. Además de matarlos y dejarles sin sangre, suelen practicar sexo cerca de sus cadáveres. Una de ellas decide conservar a uno para convertirlo, básicamente, en su exclavo sexual. Un capricho peligroso que desencadena una situación de peligro en las vidas de las dos mujeres. Podría ser el típico softcore de segunda, pero el ritmo pausado y el carácter introspectivo de la acción la convierten en un trabajo difícil, alejado de la típica película de terror.
El elemento erótico era un reclamo. La producción era un encargo que exigía altos contenidos de sexo y violencia. Las actrices fueron seleccionadas por su currículum como playmates y no por sus capacidades interpretativas. Las dos mujeres pasan prácticamente todo el metraje desnudas pero aunque parezca mentira, hay una intencionalidad externa al erotismo gratuito. En la descripción de las vampiras, ese parece su estado natural. A diferencia de Rollin o Franco, que introducen poesía y trasfondo artie a las secuencias de desnudo, Larraz entiende el vampirismo como algo más terrenal. Una condición que tiene más que ver con el mundo animal.
Sus monstruos son salvajes, y follan como tales. Sexo físico que se coordina con la violencia de las acciones de la pareja. Se puede alegar que el director utiliza cualquier excusa para mostrar piel pero es imposible entender el tema central de la película sin una actitud abiertamente sexual en la estética y pathos del filme. La desesperación y obsesión carnal se convierten en núcleo temático, lo que no la libra de entrar en lugares comunes del cine “verde” y sangriento tan común en esos años, pero hay una actitud más reflexiva sobre el material que maneja.
Las filias y la culpa se convierten en violencia. El gore es abierto, Las dos atacan a sus víctimas con urgencia, como tiburones, las cortan con cuchillos como si fueran cerdos en el matadero. La sangre brota libre como catarsis de su ansia. No hay una recreación de belleza en las escenas de muerte. Son secas y difíciles. El vampiro de Larraz es una criatura feroz. Su tratamiento rompe con la tradición de la casa maestra del terror. Una intención desmitificadora muy acorde con la visión del mito como enfermedad de obras como el Martin de George A. Romero. No tienen colmillos, pueden caminar a la luz de día y beben vino. Aunque en ocasiones corren para estar a cubierto del sol parte del misterio está en si realmente son Vampiros o sencillamente psicópatas sexuales con sed de sangre humana.
El aspecto psicológico del tratamiento, sin embargo, guarda posos de un trasfondo gótico. El sustrato británico está presente en la atmósfera y se hace más poderoso en las diapositivas de las dos mujeres vestidas de negro, caminando por los páramos llenos de niebla en los alrededores del típico castillo siniestro; que es el mismo que aparecería sólo un año después en el musical de culto Rocky Horror Picture Show. Una herencia que la convierte en una obra mucho más rica de lo que parece a primera vista. Mucho más radical de lo que pudiera parecernos sin la adecuada perspectiva. La huella de Vampyres se puede seguir en obras posteriores más arties como El ansia de Tony Scott o los arrebatos indies de Nadja o The adiction, entre otras muchas.