Este año se cumplen 50 años desde que John Waters cogiera una cámara y rodara su primer corto con sólo 30 dólares. Además, el director publica estos días en España su nuevo libro “Carsick”. Nos adentramos en la pérfida mente de este provocador nato a través de su más célebre deyección fílmica, que nos descubrió a otro talento a su altura, Divine, objeto de un reciente documental inédito en España.
Baltimore, año 1972. Las cámaras ruedan. El equipo pregunta al director: “¿Podemos hacerlo en dos tomas?” “No. Todo el mundo se daría cuenta que es falso. Divine debe hacerlo en una sola toma”. Sentencia este. Divine, una drag queen de tamaño y peso considerable, espera a que un perrito al que han alimentado a base de filetes durante tres días interprete su papel. Finalmente, el lanoso can hace sus necesidades. Acto seguido, la drag agarra la deposición y la ingiere rápidamente. Es la escena final. La guinda en el pastel de mugre que acaba de rodar John Waters. Este se regocija pensando en la bomba fétida que ha construido y cómo la sociedad que ni siquiera comprende su homosexualidad se retorcerá, escandalizada, sobre sus conceptos de moral y dogmas bienpensantes.
Una broma de mal gusto. Una gamberrada en forma de experimento subversivo. Terrorismo en forma de celuloide. Puedes llamar a Pink Flamingos de muchas formas, pero ninguna definición puede catalogarla dentro de un género, ni siquiera en una corriente cinematográfica. Quizá lo más parecido podrían ser las aventuras más salvajes de Russ Meyer o los espectáculos sangrientos de H.G. Lewis, pero a pesar de lo subversivo de estos autores, sus obras fueron concebidas con cierta intención de ofrecer algo que el público estaba deseando: sexo y violencia. Por eso, la obra del de Baltimore no puede meterse en el mismo saco, ni siquiera en el de las obras pornográficas de los setenta, con las que la suciedad y lo marginal de la propuesta podría emparentarla. La diferencia es la intención. La función final no es satisfacer ningún vicio. El objetivo es desagradar.
En cuanto a la trama, es sencilla. Dos familias se disputan el puesto de gente más puerca y perversa del lugar. O sea, más o menos una película de crímenes. Crímenes contra la decencia. Los adversarios de la familia de Divine son los Marble, un matrimonio que entre otras cosas trafican con heroína en los colegios y venden bebés a lesbianas. Lo único claro es que tenemos a un director atentando contra lo considerado como buen gusto. La respuesta de John Waters ante la Deutsche Grammophon, o pagar 100 dólares por ver conciertos de etiqueta es rodar una interpretación del Surfin Bird de los Trashmen por un ano dilatado. No preguntes. Es sólo una muesca de una larga serie de locuras que incluyen felaciones explícitas, zoofilia, exhibicionismo, canibalismo, castración, incesto, sexo violento y otras filias inclasificables, como la afición a los huevos de la madre loca de Divine.
Aunque todo esto pueda resultar sórdido, sorprende el tono con el que es mostrado en pantalla. Sólo hay que presenciar los títulos de crédito, larguísimos, que enumeran a todos los miembros del equipo en un chispeante montaje pop. Desde luego, Pink Flamigos mostraba una realidad diferente de la américa del flower power, la paz y el amor. Por supuesto, sus mugrientos fotogramas en 16 mm eran más bien un reflejo del americano que vivía en caravanas, ese universo aparte del Watergate y los problemas políticos, la guerra y la política exterior o las vueltas arriba y abajo al sobado sueño americano. Al mismo tiempo, las expresiones culturales más oscuras mostraban un país de rednecks a través del cine independiente o de terror, llegando a crear clásicos como La Matanza de Texas, que destapaban las pesadillas de la Norteamérica post Charles Manson. Todo muy roñoso y tétrico. No. Definitivamente todo aquello no es comparable al fenómeno de la obra magna de Waters. Porque esta convierte la mugre en alegría, la perversión en cotidiano y el costumbrismo familiar en caterva de convenciones invertidas. Es el producto de un auténtico extraterrestre, una mente hedonista, vil y sadiana.
“Estaba fumado cuando la escribí, pero NO estaba fumado cuando la rodé”. Palabras del propio director que, en su convicción, a pesar de la porquería, a pesar del humor sulfúrico con el que parece escupir, esconde una inusitada candidez. Existe cierta inocencia al confiar que su gran sátira será asimilada por alguien que pueda ver más allá de las barbaridades que muestra. Hay dos niveles en los que funciona Pink Flamingos: uno de ellos es la transgresión y el ruido; la otra, más allá de su afinidad y simpatía hacia la integración sexual, es que celebra lo diferente, y su manera de invitarnos es un ataque. “Si somos distintos y os molesta, entonces esto… esto os hará explotar la cabeza”. Mientras, él se ríe porque lo que era escandaloso hace 42 años lo sigue siendo ahora, quizá porque su grito contra lo convencional no era tanto una revolución como ganas de molestar.