Usamos el término American Gothic principalmente gracias al célebre cuadro de Grant Wood (1891-1942) de 1930, que muestra una estampa rural de Norteamérica y se viene utilizando para definir una cierta categoría de cine de terror relacionada con aspectos regionales del país. No es sencillo hacer una definición precisa, puesto que bebe de una tradición tangente, el Southern Gothic de la literatura, que utiliza lo macabro y la atmósfera del sur para examinar los valores folklóricos de esa zona, pero digamos que la manera más sencilla de identificarlo es haciendo un símil sencillo, y reducir la etiqueta a ese cine de terror que trata la América profunda. Para ajustarse más al cine de horror, Antonio José Navarro la define como “La cuna de los valores norteamericanos. Violencia canalizada a través de la descomposición de los núcleos familiares, del envilecimiento de sus relaciones y vínculos tradicionales, por medio del canibalismo y de la mutilación, de la brutalidad sexual y la tortura”. Sin embargo, en su volumen dedicado al American Gothic, aplica el término para definir prácticamente toda una etapa del cine de terror norteamericano, lo que allí se suele catalogar dentro de The American Nightmare.
Si bien las raíces literarias del gótico americano se pueden perseguir desde mucho tiempo atrás, las apariciones en el cine configuran muchos de los elementos que Hooper convertirá en canon. Desde La parada de los monstruos (Freaks, Tod Browning, 1932) a La noche del cazador (Night of the Hunter, Charles Laughton, 1955), todo nos lleva a Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), que es el punto de partida de muchas otras películas de terror de la siguiente década. Especialmente de las dos siguientes recreaciones de los horrores del carnicero de Plainfield, el crimen rural más definitorio del término en años posteriores. Los crímenes de Ed Gein marcaron a la sociedad, incapaz de concebir cómo un hombre podía cometer atrocidades como la necrofilia, el canibalismo y la taxidermia humana. La relación edípica, y una región en la que la cultura gira alrededor de la caza de venados, completa la iconografía para una película como Deranged [TV: Trastornado, Jeff Gillen, Alan Ormsby, 1974], que se ceñía a los crímenes reales pero bajo un filtro de extraña comedia negra que Hooper también adoptaría más adelante.
Sin embargo, en La matanza de Texas el humor está mucho más limitado a lo abstracto de algunas situaciones de espanto, y se puede encontrar en ella la máxima expresión del imaginario del gótico americano. Si el europeo tiene mansiones entre la niebla, castillos iluminados por la luna, lobos que aúllan y telarañas en estancias abandonadas, el estadounidense invoca un lado más áspero y sórdido de su psique con paisajes desolados y cubiertos de polvo, calaveras blanqueadas por el sol en una carretera accidentada, gente olvidada por el progreso y la definición de un nuevo concepto de tierra fantasma: el aislamiento dentro de un monstruo inabarcable de tierras baldías. El autor rescata de Hitchcock las viejas mansiones a lo Edward Hopper (1882-1967) junto a los animales y cadáveres disecados, pero sustituye la elegancia de un educado hotelero por el salvaje garrulismo redneck del pueblo asesino de Two Thousand Maniacs! [TV/DVD: 2000 maníacos, Herschell Gordon Lewis, 1964] y el choque de universos en el “duelo de banjos” de Defensa (Deliverance, John Boorman, 1972), que también retrataba una Norteamérica rural capaz de cometer actos de extrema brutalidad.
Además de su explosión de imaginería macabra, llena de texturas decadentes y pellejo, La matanza de Texas sigue a su manera los códigos del gótico tradicional, estableciendo una batalla entre lo nuevo y lo antiguo: los jóvenes hippies nacidos en un mundo de privilegios son acechados por caníbales sin educación, cuya forma de vida ha sido arrebatada por el progreso que ha criado a los urbanitas. Un contraste que se convertirá en la norma en la paulatina corriente de terror arenoso y violento que influenció posteriormente. Las colinas tienen ojos (The Hills Have Eyes, Wes Craven, 1977), Day of the Woman/I Spit on Your Grave [DVD: La violencia del sexo, Meir Zarchi, 1978] o The Evictors [VD: Desahuciados, Charles B. Pierce, 1979] son solo algunos ejemplos en los que se puede seguir la pista de Hooper, pero todas evocan ese mismo enfrentamiento que más tarde se ha convertido casi en un cliché con el que empezar películas de terror.
El realizador no hizo un ademán de despegarse de los mismos temas y los siguió desarrollando a lo largo de su carrera. La sucesora de su primer e inimitable éxito también ponía el énfasis en esos códigos, reincidiendo en el terror de psicópatas y, de nuevo, el American Gothic. De hecho, puede considerarse Trampa mortal (Eaten Alive, 1977) como una incursión en ese gótico sureño anterior al “efecto Ed Gein” y, si bien no tomaba al asesino como modelo, sí que reincidía en el tema del hotel regentado por un perturbado con lo que, de igual manera, acaba estableciendo un lazo con Psicosis. Aunque esta nueva historia también tenga una base real, Hooper le inyecta un tono camp que la relaciona más con la secuela de la matanza que con la original. Además hay un cambio estético importante, más estilizado, colorido e irreal, que conecta a través de lo surrealista con el realismo mágico implícito en la mística del bayou. El director tensa la cuerda y, junto con el ambiente sofocante de un solo escenario con una atmósfera opresiva propia de los calurosos veranos del sur, explora su versión más oscura; es decir, añade crímenes propios de sección de sucesos, cocodrilos monstruosos y un motel ruinoso en el que nadie en su sano juicio pasaría una noche.
Con La casa de los horrores (The Funhouse, 1981), Hooper entra de lleno en las pautas del slasher, pero aprovecha el movimiento para cubrir otro de los núcleos temáticos clásicos del American Gothic entrando en el mundo de las ferias ambulantes y su fauna. E invoca, por supuesto, a Tod Browning, filtra la locura de Malatesta’s Carnival of Blood (Christopher Speeth, 1973) y deja lo psicodélico a un lado para centrarse de nuevo en la familia anormal de psicópatas rurales que se aferran a una noción extraña de vínculo de sangre. En esta ocasión lo gótico está ligado a los subterráneos de los parques de atracciones, su poder evocador cuando están vacíos, de noche, y el nuevo sentido inquietante que cobran sus monigotes sin vida. El director va más allá, buscando el color negro de sus entrañas deconstruyendo los artificios del terror tradicional representados en un tren de la bruja divertido y con trucos, que siempre acaban mostrando algo aún más desagradable por debajo: una casa de los horrores de risas en la que hay asesinatos y empleados esclavizados, un hijo deforme que usa una máscara de monstruo de Frankenstein bajo la que esconde algo aún más horrible…
En todas sus representaciones de lo grotesco posteriores a La matanza de Texas subyace un sentido del humor que también tuvo mucha repercusión en el American Gothic posterior. Películas como Motel Hell [TV/DVD: Motel del infierno, Kevin Connor, 1980], no se entienden sin Trampa mortal, y no solo por su argumento sino por el tono granguiñolesco, entre la comedia negra y lo puramente grotesco, que marcó la década de los ochenta. Por supuesto, el primero que llevó al extremo la visualización del gótico americano como un espectáculo de comic-book fue el propio Hooper con su secuela verbenera de la propia matanza, en la que elevaría el volumen de los efectos especiales, gore y peleas de motosierra a golpe de presupuesto. Esa ambición de amplificar la escala de su propia iconografía se ejemplifica en el diseño de producción del laberinto subterráneo de la familia Sawyer. Una auténtica metáfora del infierno, con extravagantes retablos de cadáveres sentados bajo lámparas, suspendidos sobre cables, entre candelabros y luces navideñas, que lo convierten en un museo del pasado belicista de Estados Unidos, ayuda a Hooper a darle una imagen a su nuevo discurso: Masacre en Texas 2 (The Texas Chainsaw Massacre Part 2, 1986) politiza el lado cazurro de la América profunda, volviendo a crear puentes con Gordon Lewis, y no solo en el color rojo sangre.
Incluso sin ser ni mucho menos el núcleo de otros de sus trabajos, hay más momentos en los que el gótico rural entra en escena en su filmografía, aunque aparezca de forma tangente. En su acercamiento a la obra de Stephen King se produce la colisión de las dos tradiciones del gótico que marcan la obra del autor de Maine. El misterio de Salem’s Lot/Phantasma II (Salem’s Lot, 1979) adapta la novela del mismo nombre, en la que los símbolos siniestros de la tradición europea, los vampiros, parecen atraídos por el epicentro de maldad americana según King; es decir, los pequeños pueblos aparentemente apacibles pero llenos de secretos, vecinos enfrentados y bares plagados de borrachos. No hay mucho de las atmósferas opresivas y soleadas, ni la inmensidad aisladora del sur que tan bien refleja Hooper, pero aun así encontramos un caserón apartado, de aspecto decadente, que funciona igual como castillo transilvano, temido por los aldeanos, que como símbolo de la América negra, con su historia de asesinatos de la familia Marsten y su aspecto primo hermano de la morada de los Bates. La crónica de la despoblación como contagio, la coda, en la que una invasión de vampiros queda resumida a modo de una nota de sucesos en el periódico, conecta también como metáfora de otro de los grandes elementos del American Gothic según Hooper: el abandono rural y la separación de dos modos de vida, el que olvida y el que se desarrolla y muta con sus propias reglas.
Los temas literarios de King suelen incorporar otra tradición del sobrenatural americano: el pasado de sangre indígena que regresa a embrujar el presente, la venganza fantasmal del gótico de siempre, aplicada de una manera ortodoxa al folklore nativo de Estados Unidos. Hooper pasa por ese mismo terreno en Poltergeist: fenómenos extraños (Poltergeist, 1982), y aunque no responde a la misma definición de América Profunda, el cementerio indio lleno de supersticiones conforma a su vez un nuevo tropo de su cultura que define esa mitología. Más marginal sería la relación con la obsesión ovni de cierto sector alucinado de la población rural más conspiranoica, reflejado de forma incidental en Invasores de Marte (Invaders from Mars, 1986) y menos aplicable aun, la herencia nuclear de los cincuenta de Combustión espontánea (Spontaneous Combustion, 1990). Es casi anecdótica la aparición del gótico americano en la etapa posterior de decadencia de su carrera, como por ejemplo la localización sureña de Cocodrilo (Cocodrile, 2000) o Masters of Horror: “La cosa maldita” (Masters of Horror: “The Damned Thing”, 2006). Sin embargo, hay una reaparición de los temas del gótico en los fantasmas y esqueletos de la América que idealiza Los Ángeles en el hotel decrépito de La masacre de Toolbox (The Toolbox Massacre, 2004). Además, esta conectaba con texturas del resurgir del cine de terror más violento y setentero. Y es precisamente el remake de La matanza de Texas uno de los máximos exponentes de un nuevo estilo que jugaba a estilizar las constantes de las obras señaladas anteriormente. El nuevo siglo amaneció con el revival del American Gothic más extremo, y el espejo en el que se miraba eran aquellas películas de Hooper con las que marcó un nuevo rumbo para la representación del mismo, dando lugar a un nuevo rebaño de pupilos aventajados como Rob Zombie o Greg McLean.