Sang-ho Yeon debuta en la acción real con una frenética, espectacular y dramática vuelta a las pautas que resucitaron el género la década pasada y consigue aumentar la escala de su producción al nivel de otras superproducciones como lo hizo Guerra mundial Z (World War Z, 2012) sin comprometer su resultado final a exigencias de estudio.
Las comparaciones son odiosas, pero es necesario rescatar el taquillazo de Brad Pitt como blanco. Train to Busan utiliza alguno de sus hallazgos estéticos para mostrar a sus montañas de zombies hiperveloces amontonándose unos a otros como hormigas o insectos. La diferencia es que mientras en la americana todas las criaturas eran irreales creaciones con el render cantando por soleares, en esta los muertos se retuercen, dislocan y hacen montañas con una realidad que es complicado discernir en que momento se han trucado los píxeles. Muchos de los movimientos de los muertos son realizados por contorsionistas o al menos buenos profesores de pilates.
Si nos ponemos a analizar su trama, reducida al borrador, no encontraríamos nada que pudiera separarla de una película de zombies de los últimos años. No tiene nada de original. Si, embargo no hay demasiadas muestras de un terror con muertos vivientes/infectados tomado más o menos en serio en pantallas de cine. El tono, de drama apocalíptico de supervivencia, ya ha tomado el pulso del referente del momento, la odisea salvaje de The Walking Dead, en cuyas tramas importa mucho, o al menos en grandes arcos de la serie, el conflicto familiar. Y es ese el referente que toma Train to Busan para desarrollar su discurso, muy influenciado por el cine de catástrofes y el nuevo fantástico de Corea del Sur, en el que los lazos familiares, especialmente paternofiliales, son el pegamento que une toda su parafernalia de terror y acción.
No es ajena la localización que toma la historia para desarrollar su ejercicio de tensión. El tren ya ha sido un microcosmos inigualable para desarrollar historias de horror claustrofóbicas y escalonadas, con el sujeto de la infección y contagio como leit motiv, en películas excelentes como Pánico en el Transiberiano (1972) o la más reciente Howl (2015), en la que en vez de zombies había hombres lobo. El género propiamente zombie ha conocido historias similares en aviones en Flight of the Living Dead (2007) o en una de las secuencias clave de la propia Guerra mundial Z. En el viaje que nos ocupa, el emplazamiento es la clave tanto para establecer una puesta en escena basada en su propia geografía como para tejer un extenso mapa de personajes sin relación cuyas relaciones interpersonales serán el combustible de la desestructuración y desiguales destinos que llevan hacia la redención o expiación de los personajes principales.
Un tejido de escenas poco complacientes que prescinden de la salpicadura exagerada sin perder un ápice de profundidad en el tajo. Los muertos son el problema, aunque no pierde la ocasión para mostrar que los más bajos instintos aparecen en los momentos en los que la supervivencia es necesaria. No, no faltan los personajes que se quieren salvar a cualquier costa, los héroes desinteresados y los sufridos jóvenes enamorados cortados por el patrón que dibujó Romero en La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968). La nueva película del director de la tremenda The King of Pigs (Dwae-ji-ui wang, 2011) demuestra que si una cosa funciona, sólo hay que saber tensionar el sedal en la caña con energía. Intentar reanimar un género contando la transformación de un personaje en zombie durante 90 minutos no es la solución. Utilizar los elementos de siempre con eficiencia, a veces, funciona, y este es uno de esos extraños casos.