
El remake del clásico de
los ochenta no ahonda en lo sobrenatural del muñeco diabólico y deja de lado el
fino juego de suspense cómplice de Tom Holland para ofrecer una disparatada y
divertidísima comedia macabra llena de gore, personajes entrañables y una
lectura socarrona de la paternidad en tiempos de la automatización multidispositivo.
Nota: 75
A priori, una nueva versión de Child’s Play (1988) se
antojaba innecesaria en plena resurrección del personaje por parte de su
creador original. En la película de Tom Holland y Don Mancini se innovaba en el
género slasher dándole personalidad a un pequeño trozo de goma modelada,
creando una exitosa serie que aún sigue en activo. Los remakes de clásicos
siempre son un asunto delicado y, en general, simbolizan al Hollywood más
perezoso en busca de dinero fácil. A veces existe alguna posibilidad de mejora,
o al menos, la ventaja de un nuevo punto de vista aplicado a una buena
historia, aunque en muchos casos la operación nace de un sentimiento de
nostalgia. En este caso hay una clara voluntad, tres décadas más tarde, de
combinar los terrores tecnófobos con el poder icónico de Chucky. ¿Es esto como un
episodio de Black Mirror de hora y
media? En espíritu, puede, pero para nada en las intenciones.
En esta nueva Muñeco
diabólico, hay una empresa llamada Kaslan —no hace falta exponer a qué compañía
real representa— que acaba de lanzar una nueva línea de muñecos de alta
tecnología conocidos como “Buddi”, adquiriendo fama a nivel mundial y
convirtiéndose en el regalo perfecto para los niños. No deja de ser una
personificación robótica de Alexa que puede controlar todos los dispositivos
conectados a la nube, con lo que en parte sí hay un componente claro de terror
a las nuevas tecnologías, pero no como puede parecer. Es más una mirada
descreída al corporativismo, el monopolio y la explotación que someten estas
empresas a empleados asiáticos para lograr la magia profiláctica con que se nos
presentan sus avances. El hecho de que todo se desencadene por el sabotaje de
un trabajador desesperado, enfadado y suicida, que decide eliminar los
protocolos de seguridad de uno de los muñecos no es, ni mucho menos, baladí.

Una madre soltera y de perfil económico medio-bajo, Karen
Barclay (interpretada por una socarrona e inmensa Aubrey Plaza) decide regalarle
uno de ellos a su pequeño hijo Andy (Gabriel Bateman) por su cumpleaños. Sin
embargo, el muñeco adopta pronto un comportamiento agresivo y psicopático, conforme
va haciendo asociaciones sencillas como que la muerte es causa de chanza, en un
paralelismo con el típico esquema de películas ochenteras en la que la mascota
fantástica aprende de las cosas que ve en televisión, memoriza diálogos para
decirlos en los momentos más inadecuados y trata de complacer a su amigo de la
forma que sabe. Y es que esta nueva Child’s
Play es más una perversión de E.T., the extraterrestrial (1982)
—La forma que tiene Chucky de controlar todo no hará gracia a Spielberg—, Gremlins
(1984)—esa replicación de las películas que ve— o, sobre todo, Short
Circuit (1986), puesto que no deja de ser un robot alterado que no
funciona como debería.
En general, el protagonismo de un grupo de prepúberes que
viven una vida paralela a los adultos resulta más creíble y espontánea que la
de muchos de los revivals nostálgicos que estamos presenciando desde Super
8 (2011), pero lo que choca es que, de nuevo, se les confronte con el
horror de forma bastante salvaje. Hay algunos gags que uno no cree que estén
interpretados por prepúberes por simple salvajismo. Una cualidad que, de nuevo,
la une a las películas de los 80 con pandillas enfrentadas a monstruos sin
cinturón de seguridad. Y es que las travesuras de Chucky, bueno, son auténticas
obras de artesanía del asesinato lúdico heredero de Rasca y Pica, que podrían
estar dentro de alguna de las mejores secuelas de Final Destination (2000),
y, aunque están bastante dosificadas, son suficientes para que sus 88 minutos
pasen volando.

El aspecto del nuevo Chucky, por cierto, criticado en las
redes a cada nueva imagen que se iba presentando, tiene mucho sentido como
producto que encarna a una inteligencia artificial. Esto es, hay una fealdad
totalmente intencionada, pues el producto intenta, como otros autómatas creepy
actuales, que el muñeco tenga un aspecto humanoide, entrando en el valle de lo
inquietante y manejando el progresivo aspecto repulsivo cuanto más trata de
utilizar sus funciones de imitación facial. No puede desestimarse tampoco la
presencia de Mark Hamill como la voz de Chucky, que hace más fácil la polémica
ausencia de Brad Dourif, el pequeño asesino en las anteriores siete películas.
Hamill hace suyo el personaje con una sutil sorna en su entonación robótica, delirante
ya en la cancioncilla de la marca y cómo es introducida en los momentos
precisos.
El hecho de que el creador del Chucky, Don Mancini, tenga
aún en marcha su propia serie dedicada al muñeco crea cierto conflicto para el
fan, pero sería un error no reconocer que esta Child’s Play no está a la altura de las mejores secuelas de la
saga. El reinicio es en la plantilla, y el concepto básico del muñeco como
tecnología defectuosa la emparenta más con películas de inteligencias
artificiales asesinas, robots para uso humano con el cable cruzado como los de Demon
Seed (1977), Runaway (1984), Chopping Mall (1986) o Evolver
(1995). Sin embargo, el juego cómplice con el espectador es lo que hace que el
muñeco tenga su personalidad a base de recuperar detalles aprendidos en los
momentos más oportunos. Lo único que se le puede achacar es que su escalada de
locuras llega a un punto que parece que se va a volver loca con un tercer acto demencial
y se queda en un fugaz tramo final, algo acelerado hacía su confrontación anticlimática pero adecuada. Siendo una comedia de terror modesta, logra condensar suficiente
humor, sangre e ideas como para resultar una notable sátira de nuestra época por
sí misma.

Hay una confrontación constante en la película, un contraste
nada gratuito, entre la imagen pulcra de la tecnología Kaslan y el dibujo del
barrio, los bloques y el apartamento de los protagonistas. Nativos digitales
enseñando a sus mayores en un entorno urbano atacado por los efectos de la
crisis. Trabajos basura y un planteamiento de exclusión relacionado con la
clase media muy diferente al que podemos inferir en una película de los 80. Se
introduce la tecnología incluso como algo que sustituye a otros bienes básicos,
pero no se pone el ojo tanto a la herramienta en sí como al propio proveedor y
el sistema de dependencia creado. No hay fascinación ni alarmismo, sino
escepticismo.
El nuevo Chucky es el equivalente, tres décadas después, a un
nuevo juguete, no un entretenimiento o un capricho, sino un sustituto de las
relaciones paternofiliales o de amistad, su objetivo no es poseer tu cuerpo
sino aislarte y dejarte solo para él. Sí, la nueva Child’s Play es una
gamberrada sangrienta y plagada de mala hostia, pero entre su coraza disfrutona
se dejan ver detalles de mofa brillante sobre la falta de privacidad —esa
omnipresencia de las cámaras, y grabadoras impertinentes—, el fracaso de la postmodernidad
de primeros de década —el fallo en el sistema es el colapso de la innovación
para derivar en leyes de protección de datos—, la paternidad perezosa —el dejar
a los niños con la Tablet para rescatar silencio o intimidad—, la incertidumbre
tecnológica y su influencia en la propia educación. Y todo ello con chistes
provocadores, set pieces de terror
cáustico e incorrección en forma de chorros de sangre sobre la cara de infantes
ilusionados. La sorpresa del año.
Jorge Loser