Godzilla: King of the Monsters (2019) review: Ecoteología épica, mostrenca y narcótica


Michael Dougherty
ofrece buenas intenciones en el que se esperaba el neokaiju definitivo pero se
pierde entre sus ideas de ecoterror climático y mitología lovecraftiana nuclear
cogida con pinzas. Un frustrante émulo del blockbuster modelado por
Transformers aplicado a la cosmogonía nipona sin ofrecer ninguna reinvención
apreciable. En un remontaje de una hora menos, sin humanos, podría haber sido
un fascinante documental artie sobre temibles gigantes que se zurran entre
ellos.

Nota: 50

Para algunas personas, exigirle demasiado a una película de
monstruos es un problema de irrealidad, ingenuidad o incluso de elitismo,
porque cuando hablamos de una película de género Kaiju Eiga, con lo único que debe proveer al espectador es con una
ensalada de hostias monstruosas entre colosos de tamaños imposibles. Una mirada
simplista, pero una opinión tan válida que, en el presente del mundo de
gargantúas peleones, tenemos casos que lo han hecho especialmente bien en ese
aspecto, ya sea Pacific Rim (2013) o la más modesta Rampage (2018), que
fueron capaces de representar la especie humana lo justo para que no moleste en
el espectáculo de destrucción. Pero la gran paradoja es que un guion sencillo,
una línea argumental básica, hoy por hoy, parece mucho más difícil de encontrar
de lo que parece.

Por ello, decir que Godzilla, King of the Mosters (2019)
falla, precisamente, en su guion, no debería ser nada descabellado. Y es mal
guion por mala escritura, no porque sea una película de monstruos y como tal no
haya que exigirle nada más. Dame monstruos y llámame tonto. No estamos hablando
de una reflexión sesuda en cada escena, ni brillantes alegorías o temas de
fondo, sencillamente conseguir que una película de dos horas no descarrile
cuando nos cuenta lo mismo que otras películas de los 60 de forma menos
ordenada, confusa, contradictoria y vaga. Ya ocurría en parte en las superiores
Godzilla
(2014) o Kong: Skull Island (2017), que enrevesaban de tal manera la
historia que el resultado era una amalgama con escenas de peleas de cuando en
cuando. La nueva película de Michael
Dougherty
trata de evitar esos lastres inyectando cierta lógica de cine
infantil al “monsterverse” y logra en parte, aplicar un necesario lubricante
para que las ideas y el delirio fluyan por la trama sin torpeza. Sin embargo,
se empeña en boicotear su propio planteamiento con un insufrible conflicto
familiar que empieza sin interesar a nadie y acaba derivando en asociaciones
pueriles con traumas y redenciones de plantilla que se encargan de restregar en
la cara del espectador los secundarios encargados de acompañar a la familia cinematográfica
más odiable del año.


La trama va saltando de escenarios como en los blockbusters más superados de primeros
de siglo, se cambia de grupos de personajes como quien cambia de canal para crear
una alternancia de acción y cháchara a la que se nota que se ha llegado por
medio de una receta ejecutiva. Los atajos para justificar el escape de los
grandes titanes van de mal en peor y conforme vamos entrando en el conflicto,
el sinsentido es tan evidente que, aunque perdonemos las ideas de brocha gorda,
siempre hay un momento que sorprende, para mal, en la justificación de los
planes del grupo de control de monstruos protagonista. Un par de vuelcos locos
de guion hacen que la trama se reinicie en la mitad de la película, dando una
sensación de vuelta a empezar agotadora, de tal forma que cuando empieza la
pelea de verdad, en su espectacular tercer acto, uno está demasiado hastiado y
descreído de lo que la película pueda ofrecer a estas alturas.


Y sí, claro, aparecen Godzilla, King Ghidorah, Rodan, Mothra
y algún que otro animalillo más ocasionalmente. Pero las escenas de lucha en
solitario no justifican el (muy aburrido) juego de ¿Dónde está el monstruo? regado
de chistes malos y discusiones estériles del desarrollo principal de cada
escena. Uno desearía que el dragón de tres cabezas devorara a todos los seres
humanos en el primer minuto y la película se dedicara a mostrar la apacible
vida de las criaturas de miles de toneladas a modo de documental de La 2. Eso sería un planteamiento
novedoso en el subgénero, al menos. Y si ellas son las estrellas, no lo son tanto
en el aspecto visual que, pese a que en los pósters luce divino, en la película
da la impresión de que se han hecho difuminados a base de nubes para solucionar
el trabajo de renderizado. No es que no se vea por la oscuridad, como se ha
venido planteando, es que el uso de ocres y filtros de colores uniformes restan
contraste entre la criaturas y su entorno, creando un efecto de poco interés en
el diseño y detalle de sus protagonistas más deseados.


Una pena que el director de la magnífica Krampus
(2015) no haya tenido la oportunidad de dejar más muestras de su cinefilia más
allá de algunos guiños a Spielberg, Lovecraft, The Thing (1982) y su outpost 31. Da la impresión de que se ha
dejado el estilo en manos de la trituradora Legendary Pictures, entrando Godzilla:
King of the Monsters
en la categoría de película éxito para china marcada
por MEG (2018), que hace que el
modelo megalómano de Roland Emmerich tenga, en comparación, más dinamismo, progresión
dramática y sentido del espectáculo. De poco sirve el uso de la mítica canción
original de Godzilla, unos créditos dinámicos y vacilones, o la lógica catárquica
de su final destrozón cuando el interés humano se valora cuantitativamente en
las veces que sobreviven los mismos protagonistas en medio de combates de
colosos. O por sus poderes de teletransporte aquí y allá, en el despropósito de
elipsis narrativas. Por no hablar de todo el tufillo mesiánico, la falsa épica
y el gazpacho tonal, con esas miradas en alto pronunciando frases hechas
solemnes, a poder ser con la mano estirada para tocar —o hacer que tocan— al
monstruo de turno, los frikis de los titanes, los asiáticos espirituales y
sacrificiales, las niñas ciclotímicas y las vergonzosas adoraciones a polillas.
El tercer capítulo del monsterverso estaba encargado de expandir el espectro y
crear expectativas, pero agota como una mala secuela de Transformers y transmite
demasiado bien la pereza en la sala de guionistas.

Jorge Loser