Halloween (2018) review: Yerra como reboot, decepciona como secuela


Laurie Strode llega a
su confrontación final con Michael Myers, la figura enmascarada que la ha perseguido
desde que escapó por poco de la matanza en la noche de Halloween hace cuatro
décadas. El resultado cumple con lo puesto, ofreciendo un slasher digno pero
muy lejos de las expectativas creadas a su alrededor.

Nota: 58

El Halloween de David Gordon Green tiene
la actitud correcta; desecha todas las demás películas de la franquicia para
conectar con la original de 1978 y continuar 40 años después de los eventos de
aquella primera noche. Con un remake (y su secuela) demasiado cercano a las
espaldas, el intento de aprovechar la arteria de origen de la magia que lograba
la obra de John Carpenter era la única salida posible para una maniobra
comercial un poco a destiempo.
Lamentablemente el gesto se queda en argucia comercial y pierde la conexión
tonal de la primera película casi por completo. En vez de concentrar su
microcosmos hacia el pequeño y eficaz relato sobre el hombre del saco y su
sombra, tenemos un slasher de ABC al que se le ha intentado introducir un
comentario contemporáneo sobre el trauma que nunca acaba de descubrir qué
película quiere llegar a ser.

La secuela comienza a contrapelo, con la introducción de un
par de podcasters británicos bastante desagradables que visitan a Michael Myers
en el sanatorio. Un día antes del aniversario de la infame matanza de Michael
en Haddonfield, la pareja de investigadores, con una especie de programa tipo My Favourite Murder, esperan que
Michael les cuente algo. Como un rescate de las medidas de seguridad de
Hannibal Lecter, la escena en sí es bastante plástica, pero cuando uno de ellos
saca la máscara original y los pacientes de alrededor empiezan a agitarse, es
un momento que funciona sobre el papel, pero que deja algunas preguntas como
¿De dónde han sacado ellos la máscara? ¿Qué sentido tiene provocarle para que
te dé declaraciones? No me gusta cuestionar las cosas que suceden en la
pantalla porque el juego de complicidad con el celuloide debe de ser sagrado,
pero hay veces que determinadas ideas raspan.


Tras una nostálgica pero muy efectiva secuencia de créditos,
conocemos a la nueva Laurie Strode (Jamie Lee Curtis), que vive con recuerdos
traumáticos de haber sobrevivido al crimen y se ha convertido, efectivamente,
en una especie de Sarah Connor, de nuevo, tras mostrarse exactamente como ese
personaje en Halloween: Resurrection (2002). El tormento constante del miedo
y la preparación a causa del pensamiento de que, inevitablemente, algún día se encontrará
cara a cara con Michael de nuevo, la ha llevado a dos matrimonios fallidos, el
alejamiento de su hija Karen (Judy Greer) y a convertirse en una anciana huraña
con un completo arsenal de armas y una sala de pánico oculta y su única
conexión familiar es su nieta Allyson (Andi Matichak). Todo esto funciona a
nivel de tebeo, pero claro, cuando parece exagerado funciona más o menos,
cuando se lo toman muy en serio se torna en una pequeña parodia que no acaba de
tener gracia o lo que es peor, la hace parecer un drama familiar de sobremesa cuyo
conflicto se queda un poco en el ¿Veis qué razón tenía?

Como absolutamente nadie podría sospechar, Michael se escapa
durante un pobremente justificado viaje hacia otra instalación, y tarda poco en
regresar a Haddonfield, justo a tiempo para otra noche de Halloween. Cuando Laurie
se entera de la fuga intenta convencer sin éxito a sus seres queridos del
inminente baño de sangre y es cuando Halloween
(2018) se revela como una prima hermana de Jaws 2 (1978), en la que el Jefe
Brody tenía que convencer a un pueblo que un gran tiburón blanco había vuelto a
las playas. Incluso en la película se hace una broma interna sobre el
conflicto, con las autoridades jugando irónicamente con el cliché con un “¿qué
vamos a hacer, cancelar Halloween?” en uno de sus muchos desafortunados juegos
meta. Cuando se acumulan frases como “¿Tú quién eres, el nuevo Loomis?” sin
tener demasiado sentido dentro del tono grave de su ángulo dramático, sale a la
superficie el desbarajuste de intenciones de la película.


Quizá, dentro de este guion, la peor parte es que hay una
primera mitad de desarrollo laborioso de conexión entre personajes, de
planteamiento hereditario, que en su mayoría resultan ser intrascendentes más
adelante. El escenario está listo, los asesinatos comienzan y, sin embargo,
algo falta. No se reproduce el ambiente único de la noche de Halloween, no hay
ninguna atención a la atmósfera ni a las preparaciones del evento. Tampoco hay elementos
de suspense o mucho menos aterradores salvo una secuencia de “monstruo del
armario” que es lo mejor de la oferta. El problema de las exposiciones
innecesarias previas y la sobrecarga de confesiones de docudrama de supervivientes
de traumas es que derivan en un mejunje demasiado obtuso como para permitirnos
la emoción del miedo.

No puede negarse que la contribución de John Carpenter como
compositor al actualizar la partitura que originalmente escribió e interpretó, infunde
una nueva y ominosa sensación de condena inevitable en algunos de sus pasajes,
con alguna pieza nueva que recuerda a los Goblin más maléficos. Sin embargo, el
poder de las imágenes no es tan sobrio e hipnótico como la obra original y
muchas veces los temas parecen adheridos de forma poco natural, casi como si
estuvieran a un nivel muy por encima de la discutibles decisiones formales de
una película con un montaje deficiente y la sensación de que se ha rodado
deprisa y corriendo, casi como si fuera el piloto de una serie con menos
consistencia visual que, digámoslo ya, un Haunting
of Hill House
(2018). El look digital de algunas películas Blumhouse empieza
a resultar algo dramático.


También toca reconocer que Jamie Lee Curtis es la reina del
grito original por algo y es capaz de imbuir en Laurie Strode algo de la
personalidad de la que nos enamoramos hace cuarenta años. Sin embargo, el material
no está a la altura de la actriz y el arco que ha convertido a Laurie en una
luchadora casi militar queda descompensado por un exceso de dolor y demencia.
Pocas veces volvemos a conectar con aquella niñera valiente y no se revalida la
redención hasta algunos momentos finales en los que sobran fan service y one liners
que chocan con lo presentado en un principio y falta el brillo natural del
personaje. Vemos a la Jamie Lee Curtis que queremos y amamos fuera de la
pantalla haciendo de ella misma, pero de nuevo decisiones narrativas y mala
escritura dejan el sabor de oportunidad perdida en la boca.

El mayor signo de que no hay una visión clara en la película
es el giro con el  Dr. Sartain (Haluk
Bilginer) que resulta inútil, forzado, fuera de tono y directamente estúpido.
En ese momento, el equilibrio entre la confianza en que la cinta se convierta
en algo notable o una de las entregas más discretas se desparrama por el suelo.
El libreto de Green y Danny McBride deja cabos sueltos, crea una subtrama
adolescente llena de personajes innecesarios, desarrollos y pistas falsas que no
tienen una correspondencia cuando las líneas argumentales de abuela, hija y
nieta se unen. El foco en las distintas generaciones queda descolocado y, pese
a que su cierre es satisfactorio, parece quedarse en la estampa del poder de
las tres mujeres cuando, con cierto subtexto indudablemente feminista colisiona
con la apología del rifle en casa como solución “por si acaso”, traspasando el
espíritu lúdico del cine de acción para adquirir cierto tufillo a propaganda de
la NRA.


El segundo acto, con un buen body count y muertes interesantes la hacen funcionar como slasher
estándar, pero se le podría exigir mucho más, especialmente en una película que
se autoproclama la verdadera secuela de un clásico, que decide hacer una
continuación verdadera de aquella y pese a contar con música del creador
original no es capaz de condensar una respuesta temática, que dialogue con los
miedos ancestrales del hombre del saco o utilice sus fantasmagorías con la
sencillez que sirve de marca de agua en las buenas películas de terror. Halloween es una decepción, pero lo que
es peor, era totalmente innecesaria tras las dos visiones complejas y
personales recientes por Rob Zombie. Se revela como una operación comercial que
toca la misma nota con la esperanza de que el eco de la franquicia no suene
para nuevas generaciones y poder vender la marca en futuras entregas, que no
ofrecen esperanzas de recuperar nada del espíritu de concreción y belleza
formal gélida de un cineasta como John Carpenter.

Jorge Loser