
El remake de Suspiria de Dario Argento opta de forma inteligente por la
separación total de su original, pero se aleja tanto de la llama de su
referente que acaba cogiendo frío y perdiendo la esencia de la maldad
inalcanzable que representaba aquella. Guadagnino propone su película, hablando
de espaldas a la audiencia, con la cabeza metida en una moviola aislada en
donde solo él escucha su discurso anémico de horror pero lleno de ideas y
mensajes en luz neón.
Nota: 50
Nunca hay que decir no de primeras a un remake. Por muy
sagrado que sea el filme original, la rueda del cine gira y va creando nuevas
versiones que acaban dando visiones, variaciones y opciones que engrandecen la
obra original y le dan la categoría de clásico. La nueva película de Luca Guadagnino hace honores al filme
de Dario Argento de la forma más elegante, alejándose de ella lo más posible. Como
si quisiera vacunarse contra los que le acusen de mancillar Suspiria,
de ella deja el esqueleto argumental y algunos detalles de personajes y
momentos icónicos para crear su propia película de brujas con un toque autoral
propio—diría que profundamente personal— y una intencionalidad llena de ideas,
variaciones y experimentación sobre la premisa de una agrupación de brujas que
dominan una academia de baile.
Guadagnino actúa como un músico de jazz y toma las notas de
la original para improvisar y probar, hacer su idea de película de (no) terror
mientras se permite ofrecernos muchos detalles visuales de virtuoso. Es
imposible negarle una gran concepción visual, el conseguido ambiente gris y
deprimente de ese Berlín sacado de Possession (1980) de Zulawski —que
cita en no pocas ocasiones—y un plantel de interiores robado de alguna película
de Fassbinder. Muchos planos parecen obras de Balthus en movimiento y la paleta
de tonos apagados y marrones desgastados suponen un mayor intento de huida
consciente del arcoíris original y más un acercamiento a Mother! (2017) de
Aronofsky Una set-piece de danza macabra y dos secuencias de sueños cortadas
con bisturí y editadas como recuerdos y pesadillas de Don’t Look Now (1972) nos
hacen pensar que el artefacto va como un misil hacia el limbo de lo mejor del
año. Pero llegado el ecuador de sus siete capítulos (seis, más un sonrojante
epílogo) —que parecen más bien volúmenes de tomo y lomo— uno se empieza a
preguntar si realmente toda la parafernalia que envuelve el metraje tiene
alguna intención más allá de proyectar filias e intenciones del director sin un
hilo conductor que nos genere algo de intriga.

No hay misterio en Suspiria, porque decide mostrar todas
sus cartas desde el principio y el aquelarre de brujas se acaba convirtiendo en
un día a día casi costumbrista. Asistimos a cenas y reuniones de las mujeres en
las que discuten el destino de las alumnas, quienes, llegado el final, no nos
queda claro si viven plenamente conscientes de vivir en un lugar lleno de magia
negra. No hay sensación de maldad en el aire, no hay atmósfera de lugar
maldito, no hay nada, en definitiva, que nos despierte la sensación de
oscuridad inalcanzable que existen tanto en la original, como en el puñado de
referentes (Polanski, Kie?lowski) que Guadagnino parece tener como prioridad
antes que Argento. En su lugar, hay subtramas eternas de historias de amor
truncadas por la guerra, subtextos sobre la culpa de Alemania, la lucha
antifascista el empoderamiento, los dos feminismos, guerra de poder, el
comunismo, el perdón… todas ellas subrayadas y machacadas de forma redundante y
constante.

La idea de ambientarla en el fin de la era Baader-Meinhof da
una textura interesante, se podría haber propuesto como trasfondo, pero acaba
siendo un fin más que un medio y la película paralela que transcurre durante su
paquidérmico metraje se revela más como un pegote que, además, no podría
resultar más caprichoso en la elección de Tilda Swinton como intérprete de un
anciano. El fantasma de Joaquín Reyes es lo único que da miedo en sus
segmentos. Todo se ve coronado por un clímax muy sangriento, que recuerda a una
película de los 90 de Brian Yuzna, pero que muestra finalmente que no solo la
película parece mirar por encima del hombro a su original, sino que casi
pretende mofarse del género y ni siquiera se toma en serio su exagerado Grand
Gignol. En definitiva, un decepcionante experimento que alterna momentos
sublimes de body horror con otros en
los que cae entre el ridículo y el aburrimiento. No dejará indiferente, no,
pero toda su filosofía es errónea. Su condescendencia hacia el cine de terror y
la tendencia a la sobreexplicación dejan frío por saturación. Es apreciable el
esfuerzo, la valentía y la libertad absoluta con la que uno se encuentra, pero
todo ello no quiere decir que el resultado sea especialmente satisfactorio.
Jorge Loser