Que una película pequeña, de presupuesto ajustado y pocos personajes haya sido la sorpresa de taquilla de 2017 en Estados Unidos ha sorprendido hasta al mismo Jason Blum, el pope de la casa independiente del terror que más rédito saca a sus exiguos presupuestos, no es raro si tenemos en cuenta la sociedad en la que se ha cocinado. Blumhouse, de vez en cuando, apuesta por una idea potente que se traduce a menudo en otro éxito revelación. Pero en este caso concreto, la explicación de su fenómeno tiene que ver con su capacidad para decantar una gran cantidad de comentario social sin hacerlo de forma secundaria sino con molde de gran sátira que afecta a la trama y al propio desarrollo del filme en sí.
Sin llegar a ser un manifiesto, Jordan Peele concibe su escalofriante debut desde la posición de un cineasta de color en América, reproduciendo el punto de partida de Adivina quién viene esta noche (Guess Who’s Coming to Dinner, 1967) en clave de cine de terror y en una América supuestamente más avanzada en conflictos raciales y aceptación de las parejas mixtas. Este aspecto es el que le da su extendida consideración de comedia puesto que Peele destila una acidez tan corrosiva como sutil. Muchos se quedarán a cuadros cuando vean que no es una comedia en el sentido tradicional del término. No es ninguna parodia, no hay golpes para reírse a carcajada limpia, sino que su humor negro (negrísimo) aparece por la complicidad que el director logra establecer con su personaje protagonista. Vemos todo a través de sus ojos. Es por ello que la propia situación que vive se vea de forma especialmente hipócrita.
Todas las rencillas ocultas de una américa (y tantos otros países) que no ha asimilado el fin de la esclavitud, sus propios prejuicios y comportamientos contradictorios son diseminados a los largo de su metraje a modo de observaciones sobre la cultura, que obviamente no escuecen como el manifiesto del debut de George A. Romero, en medio de la batalla por los derechos civiles, pero resultan un ejercicio de ironía salvaje que demuestra que el cine de terror puede utilizarse de formas incontables, desde un sencillo torture porn a un detonante del cinismo oculto en las sociedades más evolucionadas. Y lo más importante, consigue ser inquietante en todo momento, mientras se ríe de esas familias progresistas que creen que lo son por haber votado a Obama, el equivalente a “tengo amigos gitanos” español.
Pueden rastrearse ciertos tropos de otras películas de terror que tratan los mismos temas. El clima de paranoia que vivía BilLy Warlock en Society (1989), al acercarse a las clases altas que rodean a la chica de la que está enamorado, o algunos clásicos en los que el racismo es un tema central como Candyman (1992) e incluso a un buen puñado de American Gothics que protagonizan hillbillys, desde la misma 2000 Maníacos (Two Thousand Maniacs!, 1964). Sin nada que ver con ellas, hay un grupo, un subgénero, en el que Déjame salir podría encajar perfectamente, pero es conveniente no mentarlo para no revelar ningún punto importante de la trama. Aunque un punto de partida cercano, por su premisa pueda ser La invitación (The Invitation, 2015).
Lo interesante del estilo de Peele es su claridad narrativa, un equilibrio de los elementos básicos de guion y dirección de actores precisa y una puesta en escena sencilla pero tremendamente efectiva y limpia en la exposición de los elementos con los que juega al suspense hitchcockniano. Sin dejar de lado su tendencia al humor de barrio, de “hermanos”, que caracteriza algunas de las obras que él mismo protagoniza, está mucho más comedido en ese aspecto, dejando esa vertiente condensada en el amigo del protagonista, un contrapunto cómico verdaderamente deudor de ese otro mundo que no encuentra en Déjame salir la representación que muchos podrían esperar. Es más bien al contrario, un estilo con tendencia a lo clásico, nada aparatoso o con tendencias a la saturación de estilo que pueblan no pocas obras de debut. Es más, a diferencia de otros auteurs indie o mumblecore, no se deja seducir por la inmediatez de lo digital o la comodidad de los primeros planos. Hay una profundidad de campo en sus panorámicas, incluso con elementos del horizonte, como ese encuadre totalmente carpenteriano del jardín, cuando el protagonista sale a fumar un cigarro.
La sombra del hype perseguirá el estreno de Déjame Salir fuera de Estados Unidos. La cultura norteamericana es un circuito que conocemos pero no se alcanza a comprender sin una actualización al día. Puede que en la era Trump se quede en una respuesta demasiado tímida, pero al mismo tiempo su estreno no ha podido ser más oportuno. La recepción de este debut está condicionada por su desproporcionado éxito en taquilla y probablemente recibirá una acogida negativa como reacción. Lo cierto es que es una obra muy notable y un espléndido debut al que le debilita su condición de obra de su tiempo, con algunos vicios de la fuerte personalidad de su creador y un tercer acto cumplidor, pero algo insuficiente al enfrentarse a la consistencia de su construcción. Algo que no debe mermar su valía e idiosincrasia en un panorama en el que el cine de terror parecía haber perdido su poder evocador, de tuerca efectiva contra la pérdida de la conciencia colectiva.