Es casi inconcebible no disfrutar durante la mayor parte del metraje de Ready Player One. Seas fan de la novela o no, a poco que hayas disfrutado de alguna de las decenas de películas a las que hace referencia, el viaje es una experiencia catárquica comparable a entrar en una fábrica de cristales y ponerte a pegar pedradas. A hundir la cabeza en kilos de leche condensada con chocolate. La alianza Cline y Spielberg tiene un componente de culpabilidad similar. Sabes que está rico, pero también que no es bueno ni que puedes abusar de ello. Cuando se utiliza el término ‘placer culpable’, a menudo es una denominación errática, mal utilizada, porque no existe la culpa cuando disfrutas de algo. Pero RPO tiene un componente distinto, hay una diferencia con el resto de veces que se suele utilizar dicha definición. Aquí sabes que están jugando sucio, que en el fondo hay una estafa, un juego de trilero por el que estás dispuesto a pasar. Sabes a lo que vienes.
Sí, puede que te des cuenta del truco, pero estás aquí para disfrutar con el revolcón de nostalgia, de detalles, de referencias y cameos incesantes. Y vas a acabar saciado. Hay tantas, que llega un momento en el que acaban dando un poco igual, puesto que la saturación de muñequitos, posters, insignias, detalles y paseos por decorados icónicos resulta casi mecánica, obligada dentro de un mundo creado por un freak de esa cultura y que quiere compartirla de forma unilateral. Hay un innegable paralelismo entre el trasunto de Steve Jobs, el James Halliday interpretado por Mark Rylance y el propio Spielberg. Ambos son figuras relevantes, trafican con iconos de los 80, y aprovechan su posición de referentes para monopolizar su versión de la cultura para transmitirla desde el establishment del multiplex. Lo que pasa es que Spielberg también tiene un pequeño reflejo en ese Wade adolescente, un gamer cuya única vía de evasión de la realidad es el cine clásico, o en este caso el híbrido de videojuego y cine.
Lamentablemente, del Spielberg juguetón solo queda la intención, puesto que no acaba de creerse este radical nuevo buceo hacia las aguas del entretenimiento palomitero desde que en el 2011 dirigiera la mucho más académica versión digital de Tintín. Sí, hay música ochentera, rock clásico y mucho de aquellas dinámicas de cine adolescente fantástico y de aventuras que el mismo ayudó a construir, pero hay algo que no acaba de conectar emocionalmente, todo se percibe como un gran museo de cera que replica algo, pero que puedes notar que no es el de verdad. Quizá el signo más evidente de esa realidad es la imitación simétrica de Alan Silvestri de las bandas sonoras de John Williams. Está pero no está. Con todo, vemos al director bastante a gusto chapoteando en su gamberrada, sabiendo quizá que es la última vez que hará algo similar.
En cuanto al director de ciencia ficción que despuntó en los 2000 con propuestas como Minority Report (2002) o La guerra de los mundos (War of the worlds, 2005) está aquí bastante desaparecido. Se puede intuir en detalles, claro, tiene una presentación del mundo en el que transcurre bastante desoladora y espectacular, pero tan pronto empieza a perderse dentro de OASIS -ese mundo virtual en donde todo es posible- abandona un poco el vértice del mundo tangible y todos esos hallazgos para no acabar nunca de hacer despegar del todo la avioneta. Y es una pena, porque debajo de los King Kong y Deloreans, los chistes Warsies o Trekkies hay una brillante sátira del mundo actual, la posición del individuo frente a un mundo post crisis y conectado a la red. Toda la descripción que hace Spielberg puede verse como una exageración del filo del futuro apocalíptico en el que nos encontramos. Barrios de cubículos hacinados, precariedad vertical y evasión virtual como única vía de supervivencia.
Es bastante irónico que Wade, el protagonista de RPO, se convierta en un héroe del mundo virtual (internet) por lograr “pasarse” juegos. El paralelismo con la historia de El Rubius, por ejemplo, es paradigmática, puesto que no deja de ser un gamer que se ha hecho célebre desentrañando videojuegos, mientras cualquier usuario de la red puede observarle y compartirlo. El detalle luciferino de la película es cómo se señala a la propia corporación que controla OASIS como instigadores para buscar ciertas llaves dentro de su universo, haciendo que el éxito de uno de los participantes sea el acicate para que el resto también decida participar en la aventura. O lo que es lo mismo, cómo publicitar desde dentro el éxito de un youtuber puede hacer que el resto de usuarios/jugadores se dediquen a crear contenido gratis para la corporación (youtube). Una suerte de historia de Charlie y la fábrica de chocolate (Charlie and the Chocolate Factory, 1964) en la que la promesa del billete dorado es el éxito, las visitas y su monetización.
Todos estos detalles se plantean durante el primer acto, pero una vez que entra en las misiones de OASIS, la perspectiva más interesante se evapora en una aventura a dos bandas, mundo real y virtual, en el que el primero sale perdiendo. No es que no sea un viaje divertido, pero es mucho más vulgar de lo que hace pensar en un primer momento y recuerda a otras historias en mundos paralelos, desde Tron (1982) a El último Starfighter (The Last Starfighter, 1984). La diferencia es que el baño referencial de infinidad de cameos de fondo desperdigados hace el viaje muy divertido, aunque las muchas referencias a director Robert Zemeckis no incluyan, a primera vista, su ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbit, 1988), que fue de las primeras películas que ofreció un gran crossover de personajes similar. Es imposible que el gran final, con cientos de iconos que conocemos luchando a ritmo de Twisted Sister, no provoque una sensación de euforia que haga olvidar los problemas que ha ido acumulando hasta el momento.
No deja de ser algo decepcionante que Spielberg no logre algo más de empaque emocional a los personajes, quedando la pandilla principal algo desdibujada y la relación, un tanto obligada por el hecho de ser una fantasía nerd, entre el protagonista y una “rebelde”, quede en una caricatura que al final resulta no tener más importancia que el hecho de justificar el elemento de romance necesario en un blockbuster de estas características. Hace falta más que poner referencias a El Club de los cinco (The Breakfast Club, 1985) para lograr la anhelada química del cine de John Hughes. Ese detalle puede perdonarse por el tono de tebeo de aventuras, pero quizá el mayor lastre de todo el embalaje es la volatilidad de su inyección de nostalgia. Sí, hay guiños y detalles para todos los gustos, pero la acumulación de elementos acaba siendo pastosa y termina por saturar.
La razón principal es la calidad de los efectos visuales, que parecen un paso por debajo de algunas transiciones de videojuegos actuales. El hecho de plantear un mundo virtual permite que esa limitación visual quede acorde a lo que se cuenta, lo que no quiere decir que no sea bastante feo, con diseños sin mucha alma y texturas metalizadas que apagan los colores y hacen que el efecto acumulativo despersonalice a los protagonistas de los cameos, creando un ruido visual poco delicado y aparatoso. Algo, por otra parte, que ya se veía venir en los carteles promocionales que imitaban a películas de los ochenta. Son detalles que no hacen volar a la película en un punto esperable en un nombre como el que ha fabricado tantas ficciones que crearon una era del entretenimiento, sin embargo hay unas cuantas escenas que consiguen elevar RPO sobre el blockbuster medio.
A partir de aquí pueden encontrarse con SPOILERS
Dado que uno entra en la película para que le arrojen a la cara todo tipo de cosas que le gustan, por muy conscientes que seamos del cebo nostálgico que nos ofrecen, está diseñada para sentar el culo durante más de dos horas y disfrutar del espectáculo sean cuales sean tus preferencias. Si tienes afinidad por la ciencia ficción, encontrarás detalles hasta de Akira (1988) o hasta cameos del mismísimo Robocop (1987), pero los amantes del terror pueden esperar una buena cantidad de mimo dirigido especialmente para ellos. Desde monstruos clásicos como King Kong, en una aparición que casi mejora lo visto en su última película en solitario, al mismísimo Mechagodzilla en plena acción, pasando por el Tyranosaurio Rex de Jurassic Park (1993), en una de las pocas autobromas meta de Spielberg. Todos los cameos de criaturas son de lo más agradecido.
No faltan apariciones de psycho killers icónicos del slasher como Freddy y Jason siendo despachados rápidamente. O Chucky, el muñeco diabólico, en una aparición estelar como arma secreta de los protagonistas. Hay varios paseos del cíclope de Simbad y la princesa (The 7th Voyage Of Sinbad, 1958), un ejército de esqueletos que también mira a Harryhausen o Sam Raimi, y un personaje sufre un ataque de chestbuster del Alien, el 8º pasajero (Alien, 1979) original. Además, hay otras referencias a juguetes míticos ochenteros como las Madballs o videoclips míticos como el Thriller de Michael Jackson y John Landis. Incluso, si se afina mucho el ojo se puede ver a la Christine de Stephen King en medio de la carrera por la primera llave. Y es King quien se lleva el mayor guiño cómplice, puesto que, en la pista para conseguir la segunda llave es descifrar el acertijo que Halliday deja a los protagonistas. “El autor que odia su propia obra” es el enigma y, la resolución un mito en sí mismo de la cultura pop: el rechazo de Stephen King a la versión de El resplandor (The Shining, 1980) de Stanley Kubrick.
Este detalle hace que los héroes de la película se vean envueltos en la mejor secuencia de la película, una visita al hotel Overlook según lo rodó el propio cineasta. Es decir, entran en la propio celuloide e interaccionan con él, tal y como está rodado. Mismas texturas y planos, con la diferencia de que Spielberg es capaz de mover la cámara en movimientos imposibles gracias al mundo digital. Una delicia que supone, además, la segunda colaboración póstuma de los dos directores. Las gemelas, la máquina de escribir, la sangre en los pasillos, la habitación 237… todo está allí, lástima que hacia el final de la secuencia todo empiece a desbarrar y el hechizo se rompa por la incursión del CGI de garrafón que abunda en la película. Lo más elocuente de todo es que las mismas imágenes que aterrorizaron al personal en 1980 ahora funcionan como un tiro para provocar terror y risas nerviosas.
Ese paseo por otra película, hay que aclarar, tampoco es algo novedoso del todo en el mundo del terror. En una época tan dada a la recuperación como fueron los años ochenta tuvimos dos películas que basaban, prácticamente todo su argumento en los viajes a través de películas de terror. En Waxwork (1988), Zach Galligan y sus amigos se internaban en los dominios de otras obras como La noche de los muertos vivientes (Night of the living Dead, 1968) y otras algo más genéricas, de hombres lobo, vampiros y momias. Pero es en su segunda parte, Waxwork II: Perdido en el tiempo (Waxwork II: lost in time, 1992) fue en la que atinaban hacia películas más concretas como Alien, Zombie (Dawn of the Dead, 1978) o, sobre todo, The Haunting (1963) de la que se imitaban la fotografía, ojos de pez y hasta los peinados. Ese mismo año aparecía otra obra-síntesis cuya máxima aspiración pasaba por convertir su argumento en un muestrario de películas y programas de televisión de la época, subvertidos con un twist satánico por el que pasaban los protagonistas. Así, en la reivindicable Permanezca en sintonía (Stay Tuned, 1992) teníamos visitas a Wayne’s Underworld, Three Men and Rosemary’s Baby o el mejor de todos, The Fresh Prince of Darkness. Además, aquella era un precedente muy claro, sino la idea de la que calcó su premisa, de otro clásico del cóctel de monstruos postmoderno. La archiconocida Cabin in the Woods (2012) también tenía la misma base de una corporación que necesita hacer sacrificios, e incluso una batalla con todos los monstruos que han poblado el cine de terror en su historia. Y al final, es lo que Ready player One acaba siendo, por mucha coartada de reflejo social que tenga. Un Monster Mash moderno que estará destinado a ser reproducido a cámara lenta incontables veces hasta que se logren descifrar las cantidades ingentes de referencias y homenajes. También, probablemente, por su propio efecto bomba, uno de los últimos exponentes de la era de la nostalgia.