En uno de los momentos claves de The Neon Demon el personaje interpretado por Elle Fanning tiene un encuentro con una figura fractal, un triángulo perfecto, hecho de neón que aparece en algún lugar indeterminado, como un ente diabólico, cósmico y desconocido, llamado a infectar o poseer a quien lo ve. La transformación de la modelo tras su audiencia con el dios la llena de autoconfianza, soberbia y una frivolidad impropia de la ingenua chica de pueblo que va buscándose la vida sin apenas estudios, pertrechada solamente con su belleza natural. Revelar este punto del argumento es tan irrelevante como explicar la trama de un concierto. El tratado sobre el mundo de la moda que plantea es solo un recipiente para pervertir la estructura de un coming of age hiperrealista a sus piezas y volverlo a reconstruir sin encajarlas de nuevo.
Su discurso vampírico de la belleza y su tremebunda representación recuerdan a la búsqueda rabiosa de la juventud y el intercambio de la vida de los personajes condenados de El Ansia (The Hunger, 1983), con algunas conexiones estéticas directas incluidas, pero en lo que más recuerda a la ópera prima de Tony Scott es su voluntad de aplastar con el estilo sobre el resto de elementos. En ello también recuerda a la obra de Kubrick con planos simétricos y calculados hasta la más mínima partícula de polvo que aparece delante de la cámara. Pero, tanto por temática, como por el uso de colores y arquitecturas salidas de Suspiria (1975), aunque no traslada la sensación de ser un remake o una reinvención. En realidad, a pesar de un par de planos, tiene más que ver con El valle de las muñecas (Valley of the dolls, 1967) y su estructura calcada.
La evocación de la competitividad como una transfusión de carne y sangre se hace patente en la última parte de la película, en la que los peligros del mundo del arte, de la moda, del cine mismo son los mismos. Soberbia y envidia se funden en superficialidad salvaje, la empatía se deglute y la supervivencia a veces no depende de uno mismo. Pudiera ser que Nicolas Winding Refn esté escribiendo una pequeña autobiografía sobre las razones por las que a él mismo se le despieza. Y en ese sentido, todo lo que pasa, conforma una red hilada con los mismos temas para dejarse llevar por imágenes alucinadas y permitir que la locura visual saque ventaja sobre la coherencia de su significado, lo hasta cierto punto funciona.
Llegado el tercer acto, sin embargo, la burbuja de claustrofobia asfixiante estalla cuando sus referentes estéticos se apoderan de la historia y se da espacio a la nadería con un puñado de imágenes efectistas de necrofilia y lesbianismo un tanto caprichosas, que abren un torrente de carnes y sangre que si poseen más sentido en sus últimos compases. El exceso es esperable y no pervierte las ideas que sus hermosas imágenes logran provocar, incluso días después de su visionado. Sus apuntes al cine de De Palma o Mario Bava aseguran una experiencia cinéfaga absorbente, y su vocación de videoarte ayuda a abrir la mente sobre lo que debería ser una película de terror más allá de los sustos y las muertes, una experiencia embriagadora en la que incluso una sencilla sesión de fotos puede provocar auténtico pánico.