La segunda temporada de Stranger Things logra mantener su concepción uniforme de película autoconclusiva con altos valores de producción, pero no llega a la pulcritud narrativa de la temporada original, apareciendo menos compacta y con alguna fuga hacia el descalabro en el tercer acto del que no logra recuperarse del todo. Decepcionante.

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Una de las virtudes de la primera temporada de esta serie-fenómeno es que en los ocho episodios que la componen había una coherencia inusual, un establecimiento de lazos conectivos equilibrado que hacían que todo el conjunto se dejara sentir como una sola película de casi ocho horas. Una solidez rara en las series de prestigio que suelen compensar sus altos valores de producción con una tendencia hacia el relleno preocupante. Los directores encuadran perfectamente guiones que no tienen nada que contar. Stranger Things se rebelaba contra esa tenencia creando un producto sólido, con todas las piezas colocadas en su sitio y con un final perfecto que rompía con un buen puñado de estereotipos para dejar una coda inusual, valiente y sobre todo, suficiente. No necesitaba nada más.

Como en el final de la quinta temporada de Supernatural (2005-), que dejaba claro que ese era la conclusión de la serie pensada en un principio, los hermanos Duffer pueden alegar que les quedaba mucho mundo por explorar dentro del universo del revés, pero no se puede apreciar que la segunda parte obedezca a ningún plan particularmente planificado. Tras ver los nueve episodios da la sensación de que, efectivamente, hay muchas ideas que se podrían explorar, pero las decisiones que se han ido tomando no han dado todo el resultado que los creadores querían. Puede que se haya resentido de la decisión de hacer toda una temporada en solo un año, puede que no tuvieran tantas ideas en el tintero o, sencillamente, las que había no estaban a la altura.

La temporada empieza con fuerza, planteando una situación lógica en la que los personajes, tras pasar un año de los hechos de la primera película, van lidiando con lo que ha pasado de forma diferente. Todo tiene conexiones bastante lógicas y hasta cierto punto, es un punto de partida nuevo, bastante interesante. El primer episodio va desgranando la situación uno por uno de forma bastante elegante, un tino que se irá tornando en trazo grueso a lo largo de la temporada. Tenemos las referencias que se esperan de ella, pero en general tampoco son ensordecedoras y, por segunda vez, la nostalgia vacía no puede ser un arma con el que atacarla, puesto que en general todos los ornamentos son rasgos para sus personajes o consecuencias lógicas de vivir en 1984.

El problema no es ese. Lo realmente problemático es que el conflicto principal se va dosificando poco a poco y cuando uno se quiere dar cuenta han pasado cuatro capítulos sin realmente haya ocurrido nada, o nada que no se hubiera podido contar en dos. Se podría alegar que es un cocido a fuego lento, pero la explosión final llega tarde y no resulta tan apabullante o emocionalmente satisfactoria como para necesitar esa preparación. Especialmente fláccida es la inclusión de algunos personajes nuevos. Quizá la chica nueva pase el corte, pero ni el nuevo macarra, ni el conspiranoico trasnochado, ni el nuevo ligue de Wynona o el representante de la sección “científica” son especialmente relevantes al final del proceso ni memorables durante el desarrollo. Algo no marcha bien.

El gran problema, sin embargo, es la introducción de la subtrama de Eleven. No solo se estira su punto de partida, sino que cuando realmente llega, hay un episodio pegote, totalmente descarriado con el espíritu de la serie, un desastre que prácticamente te saca del conflicto principal y no se sabe muy bien si sirve para plantar semillas para las siguientes temporadas o bien para jugar con las decisiones de la protagonista con poderes antes del predecible destino de la misma. En cualquier caso los últimos episodios se resienten de la decisión y nunca acaban de remontar el vuelo pese a incluir lo más sustancioso del conjunto.

Por otra parte, el guion de la temporada es pobre en estructura, diálogos y creatividad. Hay infinidad de momentos forzados, agujeros de trama, decisiones estúpidas y momentos forzadísimos, como casi todo lo relacionado con pistas, dibujos y mapas o códigos morse. Da la impresión de que todo está ahí porque sí, a lo que no ayuda el histrionismo de los personajes, la necesidad de dramatizar todo al máximo, incluidos momentos que no lo necesitan, con la intención de mantener la intensidad arriba en todo momento, dejando poco tiempo para que la historia respire por sí misma y haciendo que pierdan impacto los verdaderos nudos del guion y la historia. Por no hablar de una recién encontrada necesidad de sobreexplicarlo todo constantemente. Flashbacks, más flashbacks y montaje con escenas que ya hemos visto recalcando en un continuo que llega a ser una molestia de verdad.

Especialmente flagrante es cierta escena metida con calzador que incluye a la madre de Will y el macarra nuevo del pueblo, sobre la que no entraremos pero que sirve para volver los ojos en blanco y morderse el labio. Por lo demás el final tiene espectáculo y efectos especiales, pero recuerda a las típicas secuelas que intentar arreglar los jirones con tiritas más grandes, más dinero y más escala, casi conscientes de que ya han perdido la partida. Es cierto que el CGI está mejor conseguido que en la anterior entrega, pero la selección de criaturas no sorprende, es casi rutinaria y responde a un más pero no mejor. También aclarar que no solo no es más oscura sino que da bastante menos miedo que la primera, que, a su modo, era una perfecta recreación de mitologías lovecraftianas con efecto tanto en los protagonistas como en el espectador.

Aquí siguen las referencias al escritor de Providece, el aspecto Silent Hill de la situación y los guiños ochenteros. Mucho de Aliens (1985), algo de La Puerta (The Gate, 1987), Gremlins (1984), El Exorcista (The Exorcist, 1974) y de nuevo John Huges. Entre sus hallazgos, los personajes de Dustin y Steve, que tienen una química especial y este último, contra todo pronóstico, se convierte en lo mejor de la temporada. También hay que apreciar que no se haya querido seguir el mismo rumbo que la primera y haya cierta distancia con las bromas internas. Se deja ver un esfuerzo descomunal por mantener valores de producción y su arco cinematográfico, pero a veces el esfuerzo y la buena intención no son bastante y dejan al descubierto suficientes costuras como para que los detractores del fenómeno afilen los cuchillos y dejen en evidencia los argumentos con los que se puede defender la sobresaliente y autónoma primera temporada.