Que hayamos tenido que esperar dos décadas y media para disfrutar de una adaptación de «El alienista» responde, sencillamente, a que su autor, Caleb Carr, no estaba dispuesto a que el productor Scott Rudin –que se hizo con los derechos de la novela, con el apoyo económico de Paramount, incluso antes de que saliera a la venta– la alterara en exceso. Tanto es así, que le aseguraba al «New York Times» que se ha pasado «25 años batallando contra interpretaciones realmente malas del libro», pues asegura que «si no entiendes cuál es su dinámica principal, es imposible que hagas una buena película de él».
Así que, cuando la presidenta de Paramount Television, Amy Powell, tuvo que escoger un proyecto con el que revivificar la filial catódica del estudio, el de Carr fue «literalmente el primer libro que saqué de la estantería». De inmediato se contactó con el escritor para que ejerciera como consultor del proyecto, si bien este se queja de que, en realidad, sus contribuciones «ni eran deseadas ni, cuando se me pedían, se les hacía caso»… Claro que su desacuerdo con el enfoque que le dio a la adaptación el primer director responsable de la misma, Cary Fukunaga, y que calificaba de «demasiado escabrosa y casi completamente errónea», llevó a que fuera sustituido por el mucho más flexible Jakob Verbruggen (House of Cards, Black Mirror).
Como en el libro original, The Alienist narra la historia de Laszlo Kreizler (Daniel Brühl), un brillante y obsesivo alienista que, en la Nueva York de finales del siglo XIX, despierta polémica por haberse desarrollado en el novedoso y polémica campo del tratamiento de las patologías mentales. Cuando un asesino de niños ritualista empieza a dejar un rastro de víctimas, Kreizler empezará a cuestionar los limitados métodos de la Policía liderada por el comisario Teddy Roosevelt (Brian Geraghty), para lo cual contará con la ayuda del ilustrador periodístico John Moore (Luke Evans) y la de Sara Howard (Dakota Fanning), una ambiciosa secretaria decidida a convertirse en la primera mujer detective de Nueva York.
No hay duda de que la serie está narrada con ambición –no hay más que fijarse en la ampulosidad de los movimientos de cámara de Verbruggen, que se esfuerzan en eludir el estatismo de algunas producciones televisivas–, y con medios más que suficientes como para hacerle justicia a su ambientación original. Los actores y la ambientación histórica son espléndidos, el problema es que los innumerables retrasos de su producción hacen que nos llegue cuando el procedural inspirado en El silencio de los corderos ha explotado a fondo los esquemas argumentales que, sobre el papel, tan bien supo desarrollar Carr hace dos décadas y media… Por suerte, ese aire derivativo lo compensa el entusiasmo de un reparto que defiende con ganas y con mucho talento el material original y una falta de escrúpulos con el gore y la violencia en escenas como el asesino cocinando las vísceras de su víctima que muestran que la acercan al terreno del terror, a veces con detalles truculentos de puesta en escena como el macabro travelling hacia el ojo del cadáver del niño asesinado.