La misma operación se quiso aplicar a The Village (2004), cuyos valores cinematográficos son tan incuestionables como forzado e irreal —hasta ridículo— es el giro final que planteaba. Quizá es en ese momento en el que la carrera del director hindú empezó a dar síntomas de una decadencia prematura que continuó imparable durante la década de los 2000. Es aquí donde el carácter religioso de sus creyentes incondicionales puede alterar la percepción de sus obras. Divisivas y polarizantes, cada nueva película que estrena con malas críticas exige una reivindicación como mártir de sus seguidores más acérrimos que parecen seguir viendo claramente al autor de The Sixth Sense (1999) en plena forma cuando articula espectáculos tan bochornosos como The Happening (2008), asegurando que sus únicos volantazos hacia el abismo han sido After Earth (2013) y The Last Airbender (2010).

De ahí que uno no pueda saber a ciencia cierta a qué atenerse con el estreno de Glass. Precedida de una pequeña resurrección creativa con la pasable The Visit (2015) y la más entonada, pero incompleta Split (2016), el retorno de su personaje más aclamado, David Dunn (Bruce Willis), es recibido antes de verla como una victoria por sus fans acérrimos mientras se percibe como una decepción generalizada por la crítica americana. Como amante del fantástico pero escéptico de la santidad de Shyamalan puedo asegurar que no había visto una obra suya tan templada, elegante y bien dirigida desde su colaboración con Mel Gibson. Superando la escatología y el ocasional humor burdo de algunos momentos de sus últimas dos obras, esta es la que debería considerarse el verdadero retorno de la versión más atinada del director.
Las razones de la tibia recepción de Glass por tanta parte de la crítica solo se pueden explicar por la nostalgia de Unbreakable no cumplida. La falta de minutos en pantalla de Willis, el emplazamiento limitado prácticamente a un solo escenario y la falta de escenas de acción apuntan a ser las razones principales. Pero claro, si tenemos en cuenta que NO es una secuela de Unbreakable y es una película en sí misma, con su propia lógica y engranajes internos, no tiene sentido como regreso al tono de drama de señor de mediana edad de aquella. Por otra parte, también continúa Split, y tanto en esta como en la cinta del 2000 sirve como tercer acto para sus conclusiones diluidas. Por lo que no solo es, ante todo, una gran historia para dar sentido al título con el que se presenta, sino que completa las anteriores dos películas de tal manera que adquieren un nuevo sentido y las hace mejores. Automáticamente, no se entienden ya ninguna sin la otra.
El otro escollo para la crítica americana, probablemente, es que no haya un gran estallido de acción ni movimientos de escenarios. Algo que no hay que olvidar es que Shyamalan sigue, en cierta forma, en modo penitente, y aunque este sea uno de los regresos más esperados del cine reciente, no hay que olvidar que Unbreakable gozó de 75 millones de dólares (de los de principios de finales de los 90) y Glass, una supuesta tercera parte que debería ser más espectacular, cuenta solo con 20 millones. Algo que no sorprende estando bajo el paraguas de Blumhouse, que tiende a exprimir presupuestos para sacar el máximo rendimiento en taquilla utilizando marcas como Halloween (2018), otro esperado regreso a la que dotaron con unos pírricos 10 millones, que dejan carencias visuales en pantalla que juegan en contra. Sin embargo, el planteamiento de escasez de la productora se ajusta a las posibilidades de su protagonista, al fin y al cabo, el villano interpretado por Samuel L. Jackson no tiene demasiada movilidad, lo que en la historia se traduce como un planteamiento claustrofóbico en un hospital mental.
James McAvoy está mucho más atinado que en la anterior, incluso, y es el vehículo del humor —que siempre funciona, esta vez sí— y de los elementos de horror que la enlazan con la anterior entrega, una cinta de género por derecho. Además, ubica los temas del hombre lobo arquetípico, con su lectura de la bestia aplacada por el amor que plantean los clásicos licantrópicos. Aunque esa limitación de presupuesto deje un bache de ritmo en el segundo acto, Glass supera sus limitaciones con un guion que plantea bien sus sorpresas, que deja pistas para su tema general y consigue teatralizar a un nivel conceptual su filosofía sobre el mundo del cómic con una metanarración que se rige como heredera de las claves del señor cristal y las efectúa casi como un plan maestro urdido por el mismo villano.
La película se plantea como un juego de espejos con la realidad emitiendo una calculadísima secuencia de migas de pan en la que todas las piezas tienen su función y en la que sus revelaciones tienen más justificación que la mayoría de las cintas-sorpresa de su director. En definitiva, una obra valiente, alejada de las imposiciones del Zeitgeist del blockbuster actual y del género superheróico que vivisecciona, que supone un evento único por continuar y cerrar una historia planteada hace casi 20 años que solo ahora adquiere plenamente su verdadero sentido.








