La carrera de Joe Begos es, para un sector del público y crítica de festivales, una bienvenida recuperación del espíritu de videoclub y el cine de terror underground. Sin embargo, su anterior película, The Mind’s Eye (2015), era una voluntariosa, pero bastante torpe, variación, copia u homenaje a Scanners que no alternaba los efectos gore con un tono dramático demasiado afectado y terribles montajes paralelos que, por mucho cariño por el género con el que estuvieran editados, hacían preguntarse qué aportaba todo eso al clásico de David Cronenberg. Sin embargo, con Bliss, por primera vez, puede apreciarse una voz verdaderamente personal en su afán por recuperar el celuloide punk de los años ochenta.
Quizá este nuevo nervio de Begos haya aparecido tras el estreno de su anterior película, que fue un esfuerzo que no solo le afectó emocionalmente sino en lo económico, dado que por una razón u otra, su inversión le había dejado en una situación delicada. «Estaba en un momento en el que no podía hacer una nueva película para salvar mi puta vida y pasé por muchas otras cosas en lo personal. Me estaba yendo a la bancarrota y no veía ninguna salida, así que pensé en hacer una película realmente pequeña otra vez, algo que definitivamente pudiera reportarme algo de dinero, así que me puse a escribir algo que reflejara lo que estaba pasando y comencé a agregar pequeñas sombras de vampirismo para hacerlo más emocionante». Comenta el director a la web «Nighmarish Conjurings». Las dificultades hicieron, de hecho, que encontrara un motivo perfecto para filmar su proyecto personal en 16 mm en solo 24 días, lo cual le da una personalidad auténtica a la textura y el grano que marcan la diferencia frente a otros productos digitales de bajo presupuesto habituales en el mercado VoD. «Odiaba la marcha de la industria con las películas de terror y cuán seguro se sentía todo. Solo quería hacer algo que fuera crudo, rabioso y provocador», recalca Begos.
De esta manera, la imitación de los 80 deja de ser un motivo y pasa a ser casi una necesidad y una expresión en sí misma a través de la estética, dependiente de las posibilidades de rodaje, incluido el uso de efectos digitales, que en ciertos rangos de presupuesto no siempre son la mejor solución. «Si las películas de 200 millones de dólares no pueden hacer que esos efectos se vean bien, no van a verse bien en un pequeño proyecto indie. Además, es bastante caro así que planeamos todos los planos con efectos en el set para días seguidos con los tres encargados y ahorramos mucho, solo se ha usado CGI para eliminar cables».
Bliss podría englobarse en el club de los filmes atípicos de vampiros urbanitas e introspectivos, con problemas de adicción incontrolables a los que seguimos en primera persona que empiezan con Martin (1977) de George Romero que, aunque su protagonista no era realmente un vampiro, es pionero en el desarrollo postmoderno urbano del subgénero. Ganga y Hess (1973) mostraba la transformación en vampiro de un antropólogo afroamericano y se convirtió en un film de culto de la blaxploitation más experimental y erudita mientras que The Hunger (1983) llevaba a los chupasangres a la cultura urbana del post-punk y lo gótico, un marco ideal para que dos vampiros practiquen su decadencia exquisita a ritmo de Bauhaus. La variación intelectual de aquella es The Addiction (1995), que tenía una trama similar a Bliss llevada al terreno independiente de prestigio de la mano de Abel Ferrara, en blanco y negro y con un Christopher Walken en su salsa.
La vorágine de crear
La artista Dezzy Donahue (Dora Madison) atraviesa una crisis creativa interminable. Incapaz de detener su mala racha, Dezzy está estancada profesionalmente. En un esfuerzo por combatir su suerte, se entrega a las drogas pesadas. Su especie de novio, Clive (Jeremy Gardner), está preocupado, mientras que su amiga Courtney (Tru Collins) y su enigmático esposo Ronnie (Rhys Wakefield) siguen alimentando sus impulsos más oscuros. Sin embargo, poco a poco la fiesta parece que termina y ahora Dezzy se encuentra sedienta de sangre y sufriendo visiones terroríficas. Al no haber sido nunca una persona con autocontrol, es incapaz de resistir sus nuevos impulsos peligrosos. Malas noticias para todos los que están en su vida, quienes están llenos del líquido rojo que Dezzy ansía desesperadamente.
En Bliss, Begos se mueve en un terreno mucho menos cartografiado que en sus anteriores filmes, incluso con una voluntad indie más natural que su también reciente VFW, con una muy superior puesta en escena, absolutamente inmersiva, y ahora sus protagonistas hablan y discuten de sus problemas sin que parezca una recreación mímica de nada más que sus propios dilemas. Así, entramos en la historia de una artista con problemas económicos que empieza a sufrir una transformación reflejada en 70 minutos de auténtica performance exploitation, llenos de neones, explosiones multicolor y el vampirismo tratado como una conexión de resacas más afín a la licantropía. Su paleta visual puede recordar demasiado a Mandy, y su originalidad se ve comprometida por algunas intenciones expresivas similares, pero en realidad camina por una línea que va entre el remake demente de Color Me Blood Red y las películas artie sobre vampiros urbanos de los 90, como Habit o Nadja. El director inyecta a la fórmula una dosis de heavy rock, neón y psicodelia que hace pensar en Panos Cosmatos, aunque sus intenciones están más cerca de las pesadillas urbanas sobre la adicción de Frank Henenlooter y los exabruptos punk de filmes como Street Trash.