El Halloween de David Gordon Green tiene la actitud correcta; desecha todas las demás películas de la franquicia para conectar con la original de 1978 y continuar 40 años después de los eventos de aquella primera noche. Con un remake (y su secuela) demasiado cercano a las espaldas, el intento de aprovechar la arteria de origen de la magia que lograba la obra de John Carpenter era la única salida posible para una maniobra comercial un poco a destiempo. Lamentablemente el gesto se queda en argucia comercial y pierde la conexión tonal de la primera película casi por completo. En vez de concentrar su microcosmos hacia el pequeño y eficaz relato sobre el hombre del saco y su sombra, tenemos un slasher de ABC al que se le ha intentado introducir un comentario contemporáneo sobre el trauma que nunca acaba de descubrir qué película quiere llegar a ser.
La secuela comienza a contrapelo, con la introducción de un par de podcasters británicos bastante desagradables que visitan a Michael Myers en el sanatorio. Un día antes del aniversario de la infame matanza de Michael en Haddonfield, la pareja de investigadores, con una especie de programa tipo My Favourite Murder, esperan que Michael les cuente algo. Como un rescate de las medidas de seguridad de Hannibal Lecter, la escena en sí es bastante plástica, pero cuando uno de ellos saca la máscara original y los pacientes de alrededor empiezan a agitarse, es un momento que funciona sobre el papel, pero que deja algunas preguntas como ¿De dónde han sacado ellos la máscara? ¿Qué sentido tiene provocarle para que te dé declaraciones? No me gusta cuestionar las cosas que suceden en la pantalla porque el juego de complicidad con el celuloide debe de ser sagrado, pero hay veces que determinadas ideas raspan.
Tras una nostálgica pero muy efectiva secuencia de créditos, conocemos a la nueva Laurie Strode (Jamie Lee Curtis), que vive con recuerdos traumáticos de haber sobrevivido al crimen y se ha convertido, efectivamente, en una especie de Sarah Connor, de nuevo, tras mostrarse exactamente como ese personaje en Halloween: Resurrection (2002). El tormento constante del miedo y la preparación a causa del pensamiento de que, inevitablemente, algún día se encontrará cara a cara con Michael de nuevo, la ha llevado a dos matrimonios fallidos, el alejamiento de su hija Karen (Judy Greer) y a convertirse en una anciana huraña con un completo arsenal de armas y una sala de pánico oculta y su única conexión familiar es su nieta Allyson (Andi Matichak). Todo esto funciona a nivel de tebeo, pero claro, cuando parece exagerado funciona más o menos, cuando se lo toman muy en serio se torna en una pequeña parodia que no acaba de tener gracia o lo que es peor, la hace parecer un drama familiar de sobremesa cuyo conflicto se queda un poco en el ¿Veis qué razón tenía?
Como absolutamente nadie podría sospechar, Michael se escapa durante un pobremente justificado viaje hacia otra instalación, y tarda poco en regresar a Haddonfield, justo a tiempo para otra noche de Halloween. Cuando Laurie se entera de la fuga intenta convencer sin éxito a sus seres queridos del inminente baño de sangre y es cuando Halloween (2018) se revela como una prima hermana de Jaws 2 (1978), en la que el Jefe Brody tenía que convencer a un pueblo que un gran tiburón blanco había vuelto a las playas. Incluso en la película se hace una broma interna sobre el conflicto, con las autoridades jugando irónicamente con el cliché con un “¿qué vamos a hacer, cancelar Halloween?” en uno de sus muchos desafortunados juegos meta. Cuando se acumulan frases como “¿Tú quién eres, el nuevo Loomis?” sin tener demasiado sentido dentro del tono grave de su ángulo dramático, sale a la superficie el desbarajuste de intenciones de la película.
Quizá, dentro de este guion, la peor parte es que hay una primera mitad de desarrollo laborioso de conexión entre personajes, de planteamiento hereditario, que en su mayoría resultan ser intrascendentes más adelante. El escenario está listo, los asesinatos comienzan y, sin embargo, algo falta. No se reproduce el ambiente único de la noche de Halloween, no hay ninguna atención a la atmósfera ni a las preparaciones del evento. Tampoco hay elementos de suspense o mucho menos aterradores salvo una secuencia de “monstruo del armario” que es lo mejor de la oferta. El problema de las exposiciones innecesarias previas y la sobrecarga de confesiones de docudrama de supervivientes de traumas es que derivan en un mejunje demasiado obtuso como para permitirnos la emoción del miedo.
No puede negarse que la contribución de John Carpenter como compositor al actualizar la partitura que originalmente escribió e interpretó, infunde una nueva y ominosa sensación de condena inevitable en algunos de sus pasajes, con alguna pieza nueva que recuerda a los Goblin más maléficos. Sin embargo, el poder de las imágenes no es tan sobrio e hipnótico como la obra original y muchas veces los temas parecen adheridos de forma poco natural, casi como si estuvieran a un nivel muy por encima de la discutibles decisiones formales de una película con un montaje deficiente y la sensación de que se ha rodado deprisa y corriendo, casi como si fuera el piloto de una serie con menos consistencia visual que, digámoslo ya, un Haunting of Hill House (2018). El look digital de algunas películas Blumhouse empieza a resultar algo dramático.
También toca reconocer que Jamie Lee Curtis es la reina del grito original por algo y es capaz de imbuir en Laurie Strode algo de la personalidad de la que nos enamoramos hace cuarenta años. Sin embargo, el material no está a la altura de la actriz y el arco que ha convertido a Laurie en una luchadora casi militar queda descompensado por un exceso de dolor y demencia. Pocas veces volvemos a conectar con aquella niñera valiente y no se revalida la redención hasta algunos momentos finales en los que sobran fan service y one liners que chocan con lo presentado en un principio y falta el brillo natural del personaje. Vemos a la Jamie Lee Curtis que queremos y amamos fuera de la pantalla haciendo de ella misma, pero de nuevo decisiones narrativas y mala escritura dejan el sabor de oportunidad perdida en la boca.
El mayor signo de que no hay una visión clara en la película es el giro con el Dr. Sartain (Haluk Bilginer) que resulta inútil, forzado, fuera de tono y directamente estúpido. En ese momento, el equilibrio entre la confianza en que la cinta se convierta en algo notable o una de las entregas más discretas se desparrama por el suelo. El libreto de Green y Danny McBride deja cabos sueltos, crea una subtrama adolescente llena de personajes innecesarios, desarrollos y pistas falsas que no tienen una correspondencia cuando las líneas argumentales de abuela, hija y nieta se unen. El foco en las distintas generaciones queda descolocado y, pese a que su cierre es satisfactorio, parece quedarse en la estampa del poder de las tres mujeres cuando, con cierto subtexto indudablemente feminista colisiona con la apología del rifle en casa como solución “por si acaso”, traspasando el espíritu lúdico del cine de acción para adquirir cierto tufillo a propaganda de la NRA.
El segundo acto, con un buen body count y muertes interesantes la hacen funcionar como slasher estándar, pero se le podría exigir mucho más, especialmente en una película que se autoproclama la verdadera secuela de un clásico, que decide hacer una continuación verdadera de aquella y pese a contar con música del creador original no es capaz de condensar una respuesta temática, que dialogue con los miedos ancestrales del hombre del saco o utilice sus fantasmagorías con la sencillez que sirve de marca de agua en las buenas películas de terror. Halloween es una decepción, pero lo que es peor, era totalmente innecesaria tras las dos visiones complejas y personales recientes por Rob Zombie. Se revela como una operación comercial que toca la misma nota con la esperanza de que el eco de la franquicia no suene para nuevas generaciones y poder vender la marca en futuras entregas, que no ofrecen esperanzas de recuperar nada del espíritu de concreción y belleza formal gélida de un cineasta como John Carpenter.