Pequeña sorpresilla que nos llega desde las últimamente muy activas islas británicas. Desde que Neil Marshall y Danny Boyle activaran los resortes de un nuevo cine de terror más descarnado y directo, las entregas de horror británico suelen ser más estimulantes que la mayoría de producciones americanas recientes. Creep, The descent o Wilderness son ejemplos recientes de salvajismo y códigos de otra época, no tanto la sobrevalorada Severance. Sin embargo, Isolation es cine con actitud y bien acabado. La historia, centrada un experimento con vacas que no sale bien, comienza de forma muy prometedora y pasa en su tramo final a convertirse en otra secuela tardía del Alien de Ridley Scott, pero con un sabor rural inédito, en un entorno irlandés recuperado últimamente en obras como Dead Meat (2004), del autor de la igualmente centrada en el mismo entorno From the Dark.
La factura visual de la cinta alivia las carencias de algunos baches argumentales que no llevan a ninguna parte y que tampoco ayudan a dibujar con más profundidad a unos personajes de los que, si bien se nos ocultan hábilmente ciertos elementos de su pasado, también se nos intenta informar de algunos detalles que nunca llegan a tener ninguna relevancia y al final resultan estériles y sin más trascendencia que precipitar un tercer acto adscrito a la monster movie más convencional, aunque no menos tensa y bien mantenida. Con una introducción digna del Cronenberg mas neocárnico y con una visión hiperrealista de lo que un experimento genético puede llegar a dar de sí, Isolation es un despliegue de impactantes efectos especiales y atmosfera decadente, sucia y desoladora que acaba reflejando infecciones, mad doctors que hacen lo que sea por su experimento y otros grandes éxitos del cine de ingeniería genética horripilante.
Aunque en ese sentido es algo decepcionante para lo que promete el inicio, la película no deja de ser una buena muestra de película con bichos diferente. Quizás la ambición de hacer un acercamiento más documental al subgénero hace que la propuesta desprenda cierta frialdad que aleja al espectador de la implicación con unos personajes que le permanecen muy ajenos. Con todo y pese algún altibajo de ritmo, la película agota su minutaje con un saldo positivo en el aspecto estético, empezando por la elección de localizaciones, siempre mugrientas, húmedas y desasosegantes, que nos regala una agobiante secuencia en el fango que nos hace no querer acercarnos a un cottage irlandés, con monstruo o no. También destaca en la minimalista e inquietante banda sonora, que acompaña a una inventiva selección de planos para presentar a la amenaza. Su director Billy O’Brien se encargaría de la muy reseñable I’m not a Serial Killer (2016) debutó con un buen ejemplo de cine de horror con interpretaciones sólidas e impactante empaque visual que aunque no ofrece nada realmente novedoso en el panorama de su momento demostraba las buenas maneras de su director y queda como una de esas pequeñas joyas ocultas a redescubrir en una época de explosión del terror independiente europeo.