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Spontaneous Combustion. (1)

Combustión espontánea fue la primera obra de Tobe Hooper tras los malos resultados económicos cosechados durante su etapa en la Cannon cuatro años antes. Sin embargo, al igual que las películas de Golan-Globus, esta también tenía un presupuesto bastante generoso, y lamentablemente fue otro gran fracaso. Con un montante de 5,5 millones de dólares, recaudó solo cincuenta mil en su estreno, limitado a cincuenta salas. Pero en realidad las cosas se torcieron antes. Supuestamente, el proyecto fue diseñado como un regreso de bajo presupuesto a las raíces independientes del director, para alejar los fantasmas de los fiascos millonarios. Lamentablemente, el potencial no llegó a realizarse, aunque la responsabilidad de Hooper en este caso sea dudosa, dado que la obra fue arrancada de sus manos en post-producción. El control de la mesa de montaje por los directivos del estudio hizo que se reconstruyera, tratando de alcanzar un equilibrio entre el horror corporal, el thriller de conspiración y el drama humano, descuartizando la obra conseguida para reensamblar todo y dejarla del revés.

Tal y como contaba el frecuente colaborador de Hooper, Eric Lasher, la película podría “haber sido tan grande como Poltergeist si los productores no lo hubieran arruinado. Es una pena, hicieron que incluso Brad Dourif parezca un mal actor, y no lo es, es brillante. Eligieron las tomas equivocadas: si la mejor era la toma dos, cogían la toma una. Y Tobe perdió el control otra vez… «. Sea de quien sea la responsabilidad, Combustión espontánea no es tanto un desastre total como una pieza incoherente, de foco algo distraído, que marca un punto de bisagra en la obra del director, cuya etapa en la década de los noventa se perdió en proyectos impersonales que cada vez era más difícil seguir defendiendo con excusas como la de Lasher.

Lo más interesante de Combustión espontánea es su prólogo. Una especie de introducción alargada más de lo normal que configura una estructura rara para el director, que puede ser consecuencia del montaje accidentado o simplemente verse como un primer acto alejado en el tiempo, casi convirtiéndola en una extraña revisión de La maldición del hombre lobo (The Curse of the Werewolf, Terence Fisher, 1961) con poderes psíquicos en vez de licantropía. La historia comienza en 1955, en medio de pruebas nucleares en el desierto de Nevada, en los que una pareja participa en un experimento militar llamado «Proyecto Sansón», que consiste en tomar, en mitad de un lanzamiento, una nueva droga experimental para hacerlos inmunes a la lluvia radioactiva. Cuando pasan todas las pruebas, son etiquetados como «la primera familia nuclear de Estados Unidos» y se convierten en héroes nacionales por su coraje. Pero nueve meses después, la mujer da a luz a un bebé al que llaman David, con una extraña marca de nacimiento circular en la mano —como el signo del pentágono de la película de la Hammer— y, como en el mito, los padres también mueren, aunque aquí calcinados por la combustión espontánea.

El uso del metraje real de pruebas, alternado con los actores en una propaganda retro del gobierno sobre la pareja, da en estos primeros momentos una verosimilitud a lo narrado que resultaba sorprendente en su momento y, en general, todo el segmento es sólido y establece el tono de tragedia familiar, consiguiendo un arco épico intrigante que deja algunos huecos en el guion de Hooper y Howard Goldberg. La historia de David, una vez ha crecido, es un vaivén de situaciones en las que va aprendiendo sobre su maldición. Por ejemplo, cuando se enfada con el médico o un técnico obstinado, estos se incendian vivos a causa de sus poderes. Además, va descubriendo no solo lo que es, sino que las personas que le rodean saben cosas sobre él que le ocultan.

También se despliega toda una conspiración que tiene que ver con su verdadera naturaleza, su pasado y su familia, pero el problema es que está bastante desenfocada y se escurre entre demasiados hilos de trama que nunca acaban de cerrarse. El guion deja demasiadas líneas mal cocinadas o que nunca se llegan a cuestionar. Hay un momento en el que el director John Landis tiene un cameo bastante memorable como una víctima de la ira de Sam a través del teléfono. Nunca se trata de dar indicios de respuesta para justificar cómo los poderes también pueden llevar el fuego a través de las líneas telefónicas y estallar en llamas en el auricular del receptor, ni tampoco la clarividencia del pasado y experiencias de personas muertas que parecen venir en el pack de poderes. La marca de nacimiento termina por no tener más peso en el conjunto que ser un guiño al filme de Fisher, y tampoco sabemos qué tienen esas jeringas verde fluorescente que parecen sacadas del laboratorio de Herbert West, ni queda claro por qué intentan matar con ellas a los protagonistas.

Son detalles que se suponen casi instintivamente, pero que dan la sensación de un tejido narrativo circunstancial y endeble, con lo que la historia pierde contundencia e interés como consecuencia. Una trama que no se diferencia demasiado de la de Ojos de fuego (Firestarter, Mark L. Lester, 1984), tanto por la condición del personaje principal como en su némesis de una corporación científica, aunque también recuerda a detalles de la curiosa Strange Behavior [VD/DVD: Dead Kids, Michael Laughlin, 1981], Viaje alucinante al fondo de la mente (Altered States, Ken Russell, 1980) y las fantasías de ciencia ficción de David Cronenberg. Por una parte, Scanners (Scanners, 1981), en su trama de agentes psíquicos enfrentados, y por otra La mosca (The Fly, 1986), en su dimensión de romance trágico y la somatización de la condena del personaje principal a través de mutaciones y apéndices grumosos, tan propios del cine de los ochenta que aún coleaba. Los efectos especiales de John Dykstra, por cierto, son variables, pero en general con resultados, como el último maquillaje de Brad Dourif, luciendo gloriosamente desagradables.

Dourif ofrece un desafío para los que no simpaticen con su versión más desquiciada. Su torturada interpretación está al máximo de volumen y, para bien o para mal, resulta un punto de más de histriónico. Al final, es el mismo Dourif de siempre entregándose por completo, pero quizá lo que no cuadra es su ímpetu con los diálogos al borde de la caricatura. Con más de una frase risible escondida aquí y allá, en general es un texto monótono e insípido. Los giros en la historia, y no son pocos, no tienen el impacto que deberían tener. No hay un efecto de acumulación progresiva y cuando se acerca el clímax no se ha alcanzado la tensión necesaria. Por otra parte, Combustión espontánea nunca se hace aburrida y sorprende ver cómo todavía Hooper tiene una fortaleza visual destacable. Su aspecto es competente y hay buenos efectos especiales, en particular cuando se trata de fuegos e incendios. El director de fotografía Levie Isaacks utiliza una iluminación vívida, ya sea azul, rosa u otros tonos planos para iluminar muchas escenas. El sintetizador de Graeme Revell es uno de los más característicos de su estilo e incluso roza lo experimental en ocasiones. En general, la obra no es uno de los cada vez más comunes desastres de Hooper y llega a sorprender; incluso en sus aspectos más descuidados tiene una especie de encanto extravagante que la saca de la mediocridad.

Curiosidades sobre la película

Dentro de poco tendremos algunas curiosidades

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