Yorgos Lanthimos, ha ido labrando una carrera con un estilo muy definido en el que reinan historias extrañas y crueles con las que ofrece una visión afiliada de la sociedad contemporánea. Realmente su trabajo explotó al mundo con la sorprendente Canino, que emulaba la prisión del sistema como metáfora del poder a escala familiar, y se consagró con su relato de ciencia ficción (no) romántico Langosta, en el que reflexionaba sobre la obsesión de los humanos por encajar en ciertas normas sociales, a pesar de lo ridículas que sean. En El sacrificio de un ciervo sagrado su mito de la caverna de platón se aplica a temores universales dentro de núcleos que todos conocemos buscando derribar nuevos tabús al cuestionar la mismísima idea de la familia. Cuando empezó a trabajar en la historia con su guionista, Lanthimos conectó con la idea de la venganza de un crío como catalizador de la desestructuración, «ese tipo de dinámica, dónde un adolescente realmente puede aterrorizar a alguien adulto y maduro, nos permitió explorar los temas de la justicia y la ambigüedad de la situación en la que elegimos poner al personaje de Farrell, cuya culpabilidad, o no, lleva a preguntas y dilemas imposibles», según cuenta a «The independent».
El resultado del esfuerzo es una controvertida propuesta con alusiones a cierto capítulo de la mitología griega, de dónde toma su título, personificadas en una carga amenazante de lo sobrenatural durante su desagradable descripción del abismo sobre el que penden los valores del ser humano, un drama de ritmo difícil y un terror duro e inquietante, que trafica con el constante temor a la pérdida y nuestra propia amoralidad. «Me gusta construir películas de una manera que te hagan sentir un poco incómodo y que aun así puedas disfrutar de ellas, estar intrigado y tengas espacio para pensar sobre su significado, y con suerte, cuando acabe, tendrás un fuerte deseo de seguir pensando en ellas» explica Lanthimos.
Lo cierto es que a través de sus imágenes gélidas nunca queda claro si el tono quiere navegar entre el drama, el thriller o el horror, puesto en la suma de sus partes muchas de esas intenciones se diluyen en su exagerada sátira sobre las reglas que rigen la sociedad que no duda en convertir la violencia extrema en humor negro. «Afortunadamente, estamos creando películas que son una cosa propia y que no pertenecen a ningún género. No sabemos cómo hacer una comedia directa o una película de terror o thriller puro. Esto es lo que sabemos hacer» comenta el director refiriéndose en plural al equipo creativo que forma junto a su guionista, Efthymis Filippou.
AGAMENÓN E IFIGENIA 2.0
El Dr. Steven Murphy (Colin Farrell) es un cirujano cardiovascular muy destacado, que disfruta de una casa impecable con su esposa Anna (Nicole Kidman) una oftalmóloga respetada. A ellos les va bien y llevan una vida familiar feliz y sana con sus dos hijos ejemplares y protocolarios, Bob (Sunny Suljian), de 12 años, y Kim, de 14 (Raffey Cassidy). Aunque su vida parezca de lo más idílica, guarda un secreto. Ha acogido bajo su ala a Martin (Barry Keoghan), un adolescente de dieciséis años, sin padre y conflictivo, al que trata de ayudar y con el que tiene una especie de relación fraternal. A medida que el chico aparece más en la vida de los Murphy, todos los miembros de su familia se ven implicados de alguna manera hasta que las cosas toman un giro siniestro y su mundo se convierte en un caos gradualmente, hasta que al final, Martin se convierte en una amenaza para todos y Steven tendrá que lidiar con un evento de su pasado y plantearse hacer un sacrificio enorme si quiere proteger a su familia.
En esta secuencia de sucesos Lanthimos nos engaña para que aceptemos el contrato de pasar junto a los personajes por algo terrible, tal como hacía Michael Haneke en su Funny Games, cuya influencia está por todas partes, pero a cambio nos ofrece una realización exquisita, llena de imágenes sorprendentes y una atmósfera de extrañeza constante, motivada en los detalles. Hay ocasionales señales de música que crean tensión en los momentos menos esperados (o apropiados) que van a juego con una aséptica paleta de colores pálidos que nos llevan casi hasta la alienación, para volvernos a sacar, de vuelta, con algunas imágenes y revelaciones de impacto. En las maneras del griego también hay algo de Stanley Kubrick, particularmente en la forma en que evoca el terror congelado de El resplandor, que también incidía en temas comunes, como la desestructuración de la familia tradicional. Tampoco pueden obviarse los parecidos con Eyes Wide Shut, con su matrimonio fracturado con Nicole Kidman incluida. Sin embargo el fin aquí es más amplio, incidiendo en el peso de los pecados pasados ??que convierten la obra en una especie tragedia clásica, aunque con un cinismo más moderno que deriva incluso en momentos de risa nerviosa conforme la opresión del status quo entre Martin y Murphy se va cerrando.
OJOS BIEN CERRADOS
Sin embargo, en la difícil situación de la familia, no hay una conexión real con lo que les está sucediendo, podemos verles llorar o explorar con ira, pero en general la obra provoca un gran vacío emocional, algo deliberado, pero que nos separa tanto de lo que pasa que no hay empatía ante una propuesta tan cruel y poco amable. El tono desolador y a menudo solemne de El sacrificio de un ciervo sagrado resulta más frustrante que provocativo, en gran parte porque ya lo hemos visto antes en la citada Funny Games, Stoker, en la que también actuaba Nicole Kidman, e incluso en la obra previa de Lanthimos. Pese a su concepción visual preciosista, este parece querer empujarnos hasta el límite, preguntándonos cuánta crueldad somos capaces de presenciar desde el plano de la operación a corazón abierto con la que se abre el filme.
En ese aspecto, el largometraje parece un experimento para probar nuestra paciencia de forma tan salvaje como mecánica: Su ritmo agónico deja la sensación al espectador de ir dos pasos por delante y la narración se entretiene en algunas excentricidades autoindulgentes que tras llegar al final se demuestran estériles. Se percibe demasiado obvio en sus intenciones, tan deliberado que comienza a crear fatiga cuando la mayor parte de sus elementos anormales se notan forzados y algo caprichosos. Especialmente su frívola crítica la clase burguesa a través de un burdo contraste de entornos familiares. El tercer acto cambia al prescindir de algunas peculiaridades superficiales y es en ese momento, cuando deja de ser tan meticulosamente artificial, en el que la película se muestra algo más robusta.