La era de la renovación del cine de terror desde finales de los sesenta, con Romero y Polanski como motores visibles, hasta la mitad de los años ochenta aproximadamente, con la madurez creativa de Carpenter, Cronemberg, Argento, Craven y Tobe Hooper se define por una explosión de creatividad y cine rabioso, espíritu transgresivo y actitud punk bajo el comprimido calendario de trabajo de los bajos presupuestos. No han pasado dos años desde la muerte de Wes Craven y apenas un mes de la marcha de George A. Romero. El 26 de agosto fallecía Tobe Hooper a los 74 años y la sensación de desazón y duelo se va acumulando a la certeza cierta de que no solo están muriendo los mitos que transformaron las reglas, sino que toda una era se está derruyendo, y con ella, atados a ella por la pierna, nos arrastran a los que hemos tenido oportunidad de vivirla, de sentir su halo, o parte de su reflejo.
Cuando hablamos de Tobe Hooper, a pocos le viene a la cabeza una imagen clara más allá de ser el director de La matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, 1974). Es normal, puesto que para muchos es, en esencia, la película de terror definitiva. Claro que hay mucho más. No hace falta remarcarlo como una frase hecha. Pero Hooper siempre ha tenido la losa de ser el más irregular de todos aquellos con los que compartió generación de regeneración. Probablemente, junto a Argento, el único que haya cedido a las garras del exploit alimenticio, del trabajo indecoroso para vídeo, del subproducto que condena. Sí, en efecto, su decadencia fue más palpable que la de muchos de sus compañeros. Pero esa imagen empaña un cuerpo de trabajo en el que fue un nombre tan fundamental que hasta Ridley Scott le mentaba como influencia para la mismísima Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979). Incluso Wes Craven jugó a imitarle en Las Colinas tienen ojos (The Hills Have Eyes, 1977).
Y es que si Romero creó el zombie moderno, Cronenberg el Body Horror, Craven inventó el Slasher sobrenatural y Argento dio su forma definitiva al Giallo, nadie tiene muy claro qué creó Hooper, salvo su asesino de la motosierra, que pasado mañana tiene otra precuela de orígenes (la segunda) y otras seis secuelas o remakes. Hooper era un connosieur de la américa profunda, del lado oscuro de la textura rural, los ciudadanos americanos de los que nadie se preocupa, de los pueblos en los que, nadie en la ciudad, realmente, saben lo que pasa en ellos. Creó un nuevo hombre del saco moderno, una nueva guarida del monstruo. El olvido. La tierra extensa que un puñado de rednecks cogió y modeló a su manera. El horror de la libertad, el pánico al sueño americano y en lo que puede convertirte. De esa manera, La matanza de Texas es el alegato antiliberal más salvaje jamás rodado.
Pero no carguemos toda la culpa al pobre cara de cuero. Hooper cultivó su gusto extraño por los personajes extremos, por los seres deformes, los casos perdidos. Era un analista de lo anómalo, de las extremidades infectadas de una Norteamérica demasiado ocupada en bombear petrodólares al corazón de sus bancos. Hooper tenía una línea directa con Tod Browning. Influido por el Zeitgeist geográfico de 2000 Maníacos (2000 Maniacs, 1964) y el humor de Jack Hill de Spider Baby (1968), se ayudó de las formas de Defensa (Deliverance, 1972) para reescribir el núcleo del problema del hecho hillbilly. Se embadurnó del estilo rabioso de la desconocida Night of Fear (1972) para trasladar los terrores del outback australiano a la américa post Ed Gein. Su obra maestra rompió moldes, pero lejos de tratar de continuarla o salir por otro camino opuesto, el director continuó explorando esos territorios. Trampa Mortal (Eaten Alive, 1976) un efectivo relato moralista y deprimente llena de humor septicémico.
Continuaría explorando los matices sadianos del ultramundo psicótico con el mundo de los feriantes, paletos monstruosos con hijos deformes. La familia de Texas tenía su imagen especular en la de La casa de los horrores (The Funhouse, 1981). Hooper introducía más humor grotesco y mejoraba su nivel técnico, consiguiendo captar con más y más colores su caricatura de la américa profunda. Su último gran mural fue su secuela de La Matanza de Texas, en la que huía del tono angustiante para entregarse a la parodia de su propia creación. Una odisea llena de acción y splatter que ha tardado años en ser comprendida pero que conecta perfectamente con su espíritu transgresor, sus ganas de sacar la basura y ponerla al sol a ver qué pasa. Su retrato exagerado del paleto americano le hace tener muchas conexiones con algunas de las obsesiones de Stephen King, también un experto en hacer monigotes de los estereotipos del mundo rural. Sin embargo, la adaptación del escritor de Maine que cayó en manos de Hooper fue un relato de vampiros neogótico y oscuro, no tan interesado en las caricaturas de las que hablamos.
El misterio de Salem’s Lot (Salem’s Lot, 1979) iba a ser una película para el cine, dirigida por George A. Romero, pero cuando se planteó como proyecto televisivo el de Pittsburgh se desligó. Hooper se encargó de la adaptación, tomando el concepto de una miniserie y trasformándola en una película (con todas las letras) de tres horas estrenada en televisión. Hooper consiguió la que es, sin duda, la mejor adaptación de un libro de terror de King al medio cinematográfico. Por el camino dejó escenas que traumatizarían a toda una generación, como el villano con forma de Nosferatu azulado. Hooper llegaría a la cima de su éxito algo después, con la película de fenómenos paranormales más célebre de la historia. Un taquillazo producido por Spielberg que introducía muchas de sus obsesiones y señas de identidad. Poltergeist (1982) es una de las películas de terror más populares y discutidas. Parte de ese debate viene por la atribución de la dirección a Spielberg, un cacareo que sigue resonando cada vez que alguien implicado en la película da una nueva pista.
Más allá de las polémicas, más allá de las declaraciones de los miembros del equipo (que a menudo se contradicen) la autoría de Hooper puede ser compartida, pero asegurar que es exclusiva del “rey midas” de Hollywood es aventurado y, si me permiten, bastante torpe. Basta con echar un vistazo a algunas de las secuencias más tétricas de la película para reconocer el inefable sello de Hooper. Desde a la misantrópica mirada a la familia protagonista, con ese niño completamente opuesto al modelo Spielberg, un infante torpón que sufre ataques sobrenaturales grotrescos, como si Hooper se divirtiera. Cualquiera que haya visto Invasores de Marte reconoce ese tratamiento, sádico, casi a lo Roald Dahl, que tenía el director para representar chavales en problemas. En las escenas del árbol tras la ventana podías ver perfectamente el miedo al otro lado, la tensión de ver la amenaza que viene a comerte que ya había ensayado en El misterio de Salem’s Lot y la traumática escena del niño vampiro, rascando el cristal en la noche para chupar la sangre de su amigo.
Si hablamos de la escena del muñeco de payaso, quedan menos dudas aún. Es fácil imaginar que los profetas de la firma del director de Tiburón (Jaws, 1975) ignoran que Hooper venía de hacer una de las películas de terror más sólidas y memorables de la década. En La casa de los Horrores había una constante imaginería creepy de muñecos y marionetas. En sus títulos de crédito ofrecía una maravillosa secuencia protagonizados por ellos y, sí, también había figuras de payasos siniestros. Si hay dudas de su manejo del suspense, tan sólo hace falta ver la escena de apertura y su juego con las reglas de Hitchcock. ¿Cómo no se puede ver al director de La Matanza de Texas en Poltergeist? Esa escena de esqueletos apareciendo y acercando sus dientes a la cara de la protagonista de la misma manera que el abuelo cadavérico se acercaba a Marilyn Burns, u otra en la que el hombre imagina que se arranca la cara con las manos, puñado de carne a puñado, tienen todas las señas de su filmografía más juguetona.
En su etapa con Cannon lograría una de las mejores cintas de scfi-horror jamás realizadas. Lifeforce: Fuerza Vital (1985) era un épico relato que actualizaba el estilo Nigel Kneale en un festival de luces, efectos especiales y sangre que podría haber funcionado como un reboot de la saga Quatermass. Sus escenas de un Londres atestado de zombies-vampiros del final mostraban todo lo que Romero no podía por falta de presupuesto y tenía un regusto a novela de John Wyndham que podría servir de prólogo a 28 días después (28 days later, 2002) o algún postapocalipsis zombie del siglo XXI. A pesar de ello, es recordada por el desnudo perenne de Mathilda May durante toda la película, una extraterrestre-súcubo letal que sirve de previa para la aplaudida Under the Skin (2013) y que no era sino una muestra más del estilo provocador del autor. Seguiría con Cannon en la citada Invasores de marte, que venía a ser el opuesto a Poltergeist. Una versión bizarra y retorcida del estilo Amblin. Una pesadilla infantil enfermiza, un reverso perverso del cine para niños de Spielberg.
Pero por aquel entonces su gusto por la transgresión empezaba a resultar menos impactante en una época en la que el cine de terror que el mismo ayudó a cimentar había sido absorbido ya por el gran público. Las productoras independientes iban desapareciendo y cada vez había menos cultura de la diversidad en la pantalla grande. Su gamberrismo no tenía hueco en un sistema en el que las películas se empezaban a generar en comités. Pronto se vería deslazado a productos menores y empezaría a recorrer la espiral de la que pocos creadores de cine consiguen salir. Sus trabajos comenzaron a ser encargos relacionados con su etiqueta de maestro de cine de terror y su falta de implicación con ellos se dejaba notar en la calidad de los productos finales. Ocasionales aciertos como Combustión espontánea (Spontaneous Combustion, 1990) tenían hallazgos, pero no era el mismo Hooper.
Entre sus trabajos más alimenticios destacan sus sólidas participaciones en antologías de terror televisivas como Bolsa de cadáveres (Body Bags, 1993), en la que colaboró con John Carpenter, Cuentos Asombrosos (Amazing Stories 1985-1987), Historias de la cripta (Tales from the Crypt, 1989- 1996) o Las Pesadillas de Freddy (Freddy’s NIghtmares, 1988-1990) de la que dirigió el piloto, un episodio especial que narraba el origen del asesino de los sueños, una precuela a la saga de películas en toda regla. Volvería a dirigir a Robert Englund en otra película y en uno de los dos episodios que realizó para la serie Masters of Horror (2005-2007). Cuando la mitad de su carrera no está al mismo nivel, se tiende al desprestigio fácil, pero hoy, en la muerte de Hooper, la realidad nos devuelve el shock de observar cómo no hay recambios para esta clase de mitos. Hooper remodeló el American Gothic que influyó a sus compañeros de quinta como al subgénero en sí mismo. Obras como Trampa para turistas (Tourist Trap, 1979), El motel del infierno (Motel Hell, 1980) o Los chicos del Maíz (Children of the Corn, 1984) son consecuencias directas de su trabajo.
No obstante, su legado se evalúa mejor al traspasar la franja del nuevo milenio. El cine americano regresó al horror más salvaje y rabioso directamente influenciado por Hooper. Tras una década de terrores adolescentes y slashers inocuos influenciados por la deconstrucción del género de Scream (1996), el 11-S trajo consigo un puñado de terrores áridos, rurales y con el gusto por el american gothic más presente. Empezó con Jeepers Creepers (2001) y explotó definitivamente en 2003, con cuatro obras que marcarían el tono del cine de terror de los 2000. Desde Francia, Alta Tensión (Haute Tensión, 2003), la obra de Alexandre Aja, un director profundamente influenciado por Hooper. Ya en América La casa de los 1000 cadáveres (House of 1000 corpses, 2003), una reinterpretación encubierta de brutal epopeya de sierras mecánicas de Hooper, con un Director, Rob Zombie, que haría de La casa de los horrores casi un leit motiv en su carrera, como así demuestra su último trabajo, 31 (2016). Escondida en la sombra pero con mucho éxito en taquilla estaba Km 666 (Wrong turn, 2003) que repetía el esquema de jóvenes perdidos en el bosque lleno de hilbillys caníbales y deformes.
Pero el trabajo que marcó el tono de la década fue la sublimación de la idea que las anteriores habían ayudado a prender. Un atrevimiento de Michael Bay que el mundo vio como una profanación iniciaría una secuencia de remakes indiscriminada que aún no ha acabado. La matanza de Texas (Chainsaw Texas Massacre, 2003) de Marcus Nispel sorprendió a todo el mundo. Una visión estilizada y visual del terror que había marcado una época se convirtió en el taquillazo de más de 100 millones de dólares que marcaría el tono de la era de los remakes, lo que llevó directamente al remake de Zombie (Dawn of the Dead, 1978) que completaría el arco de monstruos de los setenta en la década. Pero uno de los mayores desencadenantes de este resurgir del cine de terror masivo directa o indirectamente, fue Tobe Hooper. Con su desaparición se confirma un cambio de ciclo, la confirmación de que los reformadores ya son clásicos. Tobe Hooper ya está entre los mitos, pero a su manera. Porque en toda pandilla tiene que haber un bromista macabro, un provocador nato que desafía al puritanismo, una oveja negra en el rebaño. Se le echará en falta en estos tiempos de autores complacientes de la censura silenciosa y la cobardía cultural.