Si hay una etapa cinematográfica que puede denominarse como la era postapocalíptica del fantástico es la década de los 2000, en la que se vivió un resurgir zombie con 28 días después y otras historias de plaga o catástrofe en las que el mundo se planteaba como un nuevo lienzo con las viejas reglas cambiadas. Tras esa explosión, en la que se vieron todo tipo de variaciones y peligros que modificaban el mundo, surgió en 2008 una adaptación de la novela de José Saramago, Ensayo sobre la ceguera, titulada, precisamente, A Ciegas. En aquella se podía apreciar claramente cómo la industria había absorbido totalmente el mecanismo de la fantasía aplicándole el tratamiento dramático de una película de otro género cualquiera, atrayendo a un gran reparto y elevando la carga de subtexto. En la nueva A Ciegas el mundo no se queda ciego de repente, pero los personajes deben moverse por el mismo con los ojos tapados.
En la película de Fernando Meirelles ya aparecía el tropo con el que juega este tipo de fantástico, en el que el suceso sobrenatural sirve como barrena de los filtros que impiden a los hombres sacar lo peor de ellos. Este es, básicamente, el punto de partida de la cinta de Susanne Bier que tiene una entidad invisible—pero que entra por los ojos— que convierte a la gente en asesinos suicidas. Si en la reciente Un lugar tranquilo los personajes tenían que mantener la boca cerrada porque los monstruos tenían el oído extremadamente desarrollado, ahora tienen que ponerse vendas si no quieren volverse locos y matarse a sí mismos. Como en aquella, hay un seguimiento especial del microcosmos de la protagonista, que, como en la película de John Krasinski, busca salvar la vida de sus hijos a toda costa. Según le explicaba Bier a «Bloody Disgusting», en A Ciegas ha buscado «un equilibrio consciente entre la intimidad a nivel de personajes y el seguimiento de lo que está sucediendo y sus consecuencias; toda esa locura y distopía».
La rebelión de Gaia
Cuando una fuerza misteriosa se apodera de la tierra obliga a las personas que consiguen mantenerse con vida a refugiarse en el interior de las casas sabiendo que mirar fuera transmite algún tipo de locura que acaba en suicidio. Malorie (Sandra Bullock), que ha conseguido sobrevivir junto a sus dos hijos, reúne fuerzas para abandonar el lugar en el que se resguardaban hasta el momento. Durante dos días, harán un viaje por el río con los ojos vendados, con el objetivo de encontrar un lugar mejor, en una peligrosa odisea a ciegas en la que Malorie sólo podrá confiar en su instinto y en el entrenado oído de los niños, que no tardarán en descubrir que algo los sigue. Inmersa en la oscuridad, rodeada de sonidos, familiares unos, estremecedores otros, Malorie debe encontrar las claves para completar su viaje mediante una vuelta a sus recuerdos desde el día que empezó todo.
Con series como The Walking Dead viviendo una lenta agonía, no deja de ser sorprendente que el subgénero postapocalíptico se resista a salir del campo de juego en las pantallas. No es raro ver, cada año, un buen puñado de títulos durante el festival de Sitges, aunque muchos no logran salir de los circuitos VOD y son experimentos que acaban repitiendo en bucle las mismas ideas. El éxito de Mad Max: furia en la carretera y su poder precognitivo de la era Trump puede tener que ver, pero el estilo más íntimo, cerrado al cine de terror, que bebe como A ciegas de La noche de los muertos vivientes, —el primer acto, con John Malkovich haciendo de sosias de Cooper y Trevante Rhodes de Ben, es prácticamente una reimaginación— está volviendo a tener relevancia en las multisalas. De alguna manera, Un lugar tranquilo tocaba todas esas mismas teclas, aunque a primera vista, las conexiones con el zeitgeist actual estuvieran más difusas. «Sandra Bullock y yo leímos el guion hace ocho años y en su momento no nos interesó especialmente hacerlo, pero, al leerlo esta vez, quedé interesada porque tenía algo que se percibía contemporáneo y relevante» comenta Bier.
El amanecer de los dementes suicidas
Todas las implicaciones con la realidad de A ciegas no vienen tanto de una arenga política, tal y como planteaba también George A. Romero en Los Crazies —que podría ser una sátira del conflicto de la crisis del agua de Flint hecha cuatro décadas antes— sino que conecta con la filosofía del terror ecológico, de la naturaleza revelándose de golpe, contra toda la humanidad, sin filtros ni veredictos morales. Aunque Bier «no quería que A ciegas fuera una interpretación obvia de la actualidad, es una película de horror y ahora mismo vivimos una época especialmente terrorífica, casi como una distopía, es una sensación que viene y va y siempre se plasma de alguna manera en el cine postapocalíptico».
El hecho de que la infección sea silenciosa, inexplicable y lleve al suicidio, recuerda tanto a El incidente de M. Night Shyamalan que podría considerarse una especie de secuela. Hay impactantes irrupciones de violencia y momentos reseñables, como Jessica y Mallorie en la autopista, observan los primeros efectos de la fuerza invisible. También destaca la banda sonora de Trent Reznor y Atticus Ross, el problema es que, diez años más tarde de otras películas “de reglas”, la cinta de Bier no aporta demasiado a la tradición de cine de supervivencia de los muchos títulos comentados y pese a que su concepción formal es más que efectiva, con una aspereza al tratar ciertos pasajes violentos muy de agradecer, cualquier espectador con un mínimo de atención a lo que ha estado pasando en el fantástico del siglo XXI la encontrará derivativa. Lo más interesante de la propuesta es la estructura, al menos a nivel del personaje, tal y como afirma Bier «Malorie va abriéndose a los demás, dejando que su corazón lata un poquito; si te fijas en los dos viajes que hace ves una diferencia más grande y eso es hermoso». Pero el juego de ida y vuelta al pasado y la memoria también es una excusa para extenderse en las primeras fases del origen de la epidemia, un escenario tan visitado en el cine reciente que volver a él resulta tedioso.