Una mujer atrapada fue una pequeña serie B que, pese a adscribirse a la explotación, dejaba entrever cierto comentario social sobre la ruptura de la moral a través de un «home invasion» de un grupo de ladrones en el hogar de Olivia de Havilland. La sensación de claustrofobia de ver a la actriz dentro de su jaula, rodeada de una pandilla psicopática tiene mucho del germen que marca el tono sádico del «torture porn» de la época del 2000. Ejemplos como Captivity (Cautivos) exploraban la faceta más juguetona del rapto, mientras Martyrs la más salvaje y visceral. Ninguna de ambas pretendía crear un diálogo entre secuestrador y víctima como lo hicieron Boxing Helena (Mi obsesión por Helena) o El coleccionista, que inspira el relato de rechazo recreado aquí en la personalidad marciana del trasunto de Terence Stamp interpretado por Dominic Monaghan.
En Animal de compañía, todo se mueve dentro de esos códigos genéricos, y su propuesta, la del encierro de una chica en una jaula durante la mayoría de su metraje, implica una revisión de cierto estilo de terror algo en desuso estos días. Podría haber sido un estreno de hace unos diez años, con su crescendo de sadismo y algo de imaginería de la mutilación en la que se gradúa en su tramo final. Su mayor apuesta, sin embargo, recae en la ingeniería de giros argumentales sorprendentes, pensados con ese tipo de lógica de «idea genial», a partir de la cual se construye el resto del guion, que parece pertenecer más al mundo del cortometraje o de episodios de alguna serie de terror antológica. Y es que los golpes de efecto son efectivos cuando crecen en silencio, al margen de la trama principal, escondidos entre la sombras hasta que hacen su aparición. Plantear situaciones en busca de la sorpresa, hurgando en el conocimiento —o el acomodamiento—del espectador a una gramática del género, sin establecer una sola raíz previa, no es un giro. Establecer ciertas coherencias y no saltar del punto A al B sin más razón sí lo es.
La película de Carles Torrens aspira a distanciarse del agotado árbol genealógico de las relaciones dentro del secuestro cinematográfico, y lo hace con una exigencia grosera al espectador. No posible entrar en un juego cuyas reglas se reescriben sin tener en cuenta a todos los participantes. Las personalidades de Seth y Holly son el combustible para un desarrollo que revela ciertas cartas demasiado temprano. Irreflexiva en su redireccionamiento de la historia, nunca se tejen con armonía los conflictos de sus protagonistas con la trama en curso, reduciendo su propuesta a una serie de rupturas que, poco a poco, la acercan cada vez más al absurdo, desentendiéndose de los cimientos de los personajes de forma caprichosa —como la magia que hace que el marginado que interpreta Dominic Monaghan pase de ser un paria triste y perdido a un psicoanalista de alto nivel—.
La situación de encierro acaba convirtiéndose en un salón de espejos que se asfixia en su propio cuadro conceptualizado. Por ello, su exploración del miedo social de ser rechazados, explicado a través de un microcosmos tan esquizofrénico, distorsiona un mensaje más grande sobre la salvación a través del romanticismo que queda desdibujada en su casi adolescente mirada a las reglas de la atracción. El riesgo de crear una pieza mayormente minimalista es que el peso de las actuaciones pesa el doble, y si bien son perfectamente válidas para un terror indie medio, sus actores han demostrado ser capaces de dar mucho más en trabajos anteriores. Sus recitales de piezas de diálogo monocordes contrastan con lo forzado de sus momentos de emoción y es en ese momento en el que uno se pregunta si la película de Torrens no hubiera funcionado mejor como una parodia más explícita. Ya que su tono conecta con horrores recientes, en los que alguien perturbado dispone a voluntad de otro ser humano, como El ciempiés humano, quizá una perspectiva empapada de absurdo como la de Kevin Smith en Tusk habría resultado más inteligente, especialmente cuando esa tendencia del cine de terror está en vías de desaparición.