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texas chainsaw massacre (0)

Cuando se emitió la obra que grabó el nombre de Tobe Hooper en la historia del cine de terror, en algún pase de la segunda cadena de los años ochenta yo aún no tenía diez años. Solo llegué a ver el siniestro texto de apertura, que se movía como la entradilla inicial de La guerra de las galaxias/Star Wars: Episodio IV – Una nueva esperanza (Star Wars/Star Wars: Episode IV – A New Hope, George Lucas, 1977) y estaba narrada con voz grave por Carlos Revilla, al que aún no conocía como el doblador de Homer Simpson. Conforme empezaron los primeros fogonazos de flash sobre un cadáver, acompañados de un zumbido seco, intermitente y desasosegante, mis padres me mandaron a la cama, como es natural, mientras ellos seguían con el visionado. Por supuesto, después de ver esas imágenes me fue imposible dormir, y la curiosidad por saber por qué esa película era tan famosa me llevó a salir de la cama y escuchar escondido, detrás de la puerta del salón, los gritos y sonidos de motosierra que salían de la televisión. Aquello debía de ser horrible, terrible, salvaje y nada parecido a cualquier cosa que hubiera visto antes. Imaginaba miembros mutilados, tripas y cantidades de sangre descomunales.

Tardé bastantes años en verla completa con mis propios ojos, pero sin querer, ese primer contacto me enseñó algo sobre ella que luego corroboraría en infinitud de ocasiones: La matanza de Texas no es un filme gore, ni siquiera un poco sangriento, pero la mayoría de los que la ven la recuerdan mucho más gráfica de lo que es. Hay incluso personas que me aseguraban tener en la cabeza que había partes mutiladas por la sierra, pero por mucho que buscara ediciones sin censura nunca encontré esos momentos. Sin embargo, todo el diseño, la textura, los colores, crean un impacto de salvajismo suficientemente crudo y desnudo como para sugerir la impresión de ella que uno quiera recordar. La presente obra de Tobe Hooper es un vertedero de pesadillas que lograba algo que ninguna película de terror había conseguido antes: inducir una sensación de asfixia en el espectador a través de la experiencia casi absoluta. No hay una estructura de historia tradicional, Hooper plantea el viaje a través de su carnaval de terror como una especie de entrada en el corazón de las tinieblas norteamericano. Se le suele emparentar con el slasher por su estructura de desapariciones paulatinas y su plantel de personajes muy jóvenes que se meten en la boca del lobo, pero en realidad tiene más que ver con el género de supervivencia de películas como Defensa (Deliverance, John Boorman, 1972), que ya introducía el elemento del hillbilly hostil que comparten.

El propósito de tener a una protagonista que logra escapar y vivir para contarlo, no es seguir a una heroína particular, ni siquiera plantear una plantilla para la final girl que asimilarían tantas otras películas con asesino. Todo resulta mucho más casual, probablemente caótico, y responde a esa voluntad de Hooper por hacer partícipe al espectador del terror en crudo tal y como se lo encuentran, inesperadamente, el grupo de protagonistas. Y es aquí en donde se halla la gran innovación de La matanza de Texas, puesto que en otras obras los momentos más desagradables se espacian con fines dramáticos o de sacudida puntual. Tal era el caso de dos de los precedentes más importantes del film de Hooper. Por una parte, La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, George A. Romero, 1968) sienta las bases de la textura rabiosa del cine de terror posterior y, además, introduce lo desagradable para saltar por los aires las expectativas. Por otra, La última casa a la izquierda (The Last House on the Left, Wes Craven, 1972) marcó la pauta dentro de las intenciones de presionar los límites de lo permitido. Pero en ambos casos, la brutalidad y el salvajismo se acomodan a la historia, mientras que Hooper trata de forzar la incomodidad de principio al fin, como una pieza de videoarte, en forma de largometraje casi sensorial.

Ese tormento que Hooper quiere reflejar recurre al horror cercano de los crímenes de Ed Gein, en los que se basa muy libremente. La idea de una América oculta que tiene algo más que cadáveres en el armario pertenece a un sector de películas en las que lo indómito surge en las regiones apartadas. Boorman o Peckinpah ya trataban temas de gente ordinaria forzada a defenderse de asaltantes que surgen de la nada: la forma de vida plácida de la clase media acomodada frente a la anarquía. Una línea divisoria entre la América civilizada en las ciudades y los lugares en donde la gente se ha vuelto endogámica y agreste, albergando un profundo resentimiento hacia los intrusos. Un precedente que se ajusta al mismo discurso nos lleva hasta Australia. Despertar en el infierno (Wake in Fright, Ted Kotcheff, 1971) revolvía las entrañas de los habitantes del submundo del outback a través de los ojos de un profesor que comprobaba en sus propias carnes el efecto del alcohol, la masculinidad tóxica y, sobre todo, el aislamiento bajo un calor pegajoso y roña claustrofóbicos, que adelantaban la atmósfera de La matanza de Texas.

Sin salir de las antípodas, es imprescindible mencionar la lúgubre Night of Fear (Terry Bourke, 1972), en la que una joven toma el camino equivocado en los páramos australianos y acaba en una choza desvencijada, donde un paleto psicópata que vive con una colonia de ratas la acosa, tortura y aterroriza al estilo de Caracuero. La misma sensación de decadencia se aprecia en la cámara donde el hombre de los túneles del metro de Death Line [VD/DVD: Sub-humanos/La línea de la muerte, Gary Sherman,  1973] retiene a sus víctimas. Su cubil lleno de cadáveres a medio descomponer y podredumbre, recogido en un detallado plano secuencia circular, podría formar parte del museo de roña y taxidermia de la casa de la familia Sawyer. Esa concentración de miseria nos sitúa en el hogar de un grupo de personas realmente olvidadas por el mundo. Un clan que ha abandonado las normas de la sociedad que les ha abandonado a ellos y a su matadero. Hooper les convierte en una grotesca burla de la familia nuclear norteamericana, incluso se sientan a comer en la mesa, con su propias bromas internas y juegos. Uno de sus entretenimientos es usar a Caracuero, que se convierte en objeto de burlas y brazo ejecutor perfecto, pero no muestra un placer especial al asesinar. Es casi un elemento de la naturaleza, sin motivaciones para las que valgan explicaciones psicopáticas analizables como en Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), incluso se nos muestra como una criatura hasta cierto punto inocente, dada su condición de juguete de la familia.

Y es que, aunque su motosierra, su baile demente al amanecer y la brutalidad de sus asesinatos sean el icono visible del recuerdo de la película en el espectador, no es ni mucho menos el foco principal. Mientras La noche de Halloween (Halloween, John Carpenter, 1978) gira alrededor de la figura del hombre del saco, el asesino como representación del mal absoluto, Hooper encaja al suyo como una atracción más dentro de su feria de espantos. De hecho, el ángulo body count se resuelve en poco tiempo, para dejar paso al segmento más estirado con intención dramática. La persecución de Sally y su tormento es el verdadero objetivo de Hooper, que ya ha dado toda la información al espectador de lo que se va a encontrar un personaje que ignora todo lo que hemos visto. Su camino es un pasaje hacia la locura en el que le será imposible borrar lo que ha experimentado. Hay una concatenación de secuencias que tienen su momento álgido en la cena final, pero hasta llegar a ella hay un ejercicio constante de rotura del manto de la cordura que reivindica el filme como obra-experiencia. Para ello, el director redacta la incomodidad a partir de distintos ángulos desde el principio. Los primeros minutos ya transcurren con el reporte de radio de la policía, sobreimpuesto a las imágenes de la pandilla en la furgoneta, que describe las atrocidades de los restos encontrados. Le sigue un armadillo en la carretera, un sheriff borracho, una peste terrible que precede a la vista de las reses preparadas para el matadero, la explicación del chico en silla de ruedas de cómo morirán estas… En resumen, una configuración constante de la pesadilla que sigue.

 

Volviendo al detalle con el que empezaba el texto, el efecto subliminal del recuerdo de haber presenciado la mayor de las barbaridades, sin que se vea en un solo momento la herramienta de corte del título original tocando a una persona —salvo un pequeño corte en el accidente de Leatherface en el clímax—, invita a una reflexión sobre la capacidad técnica de un film que parece rudimentario y crudo, a veces casi documental, por su textura en 16 mm. El ingenuo deseo de Hooper de conseguir una calificación por edades para todos los públicos por parte de la MPAA, incluso llegando a preguntarles cómo podría lograrlo dejando su escena con Pam colgada de un gancho, puede explicar la falta de imágenes explícitas, pero la intención de transgredir sigue intacto también gracias a la filigrana del montaje. La edición de Larry Carroll y Sallye Richardson mantiene la creciente sensación de ansiedad, desviando nuestra atención con cortes en medio de la acción, dotando a muchas escenas de desorientación subconsciente. La belleza mugrienta de la fotografía de Daniel Pearl nació de su inexperiencia, con abundantes tomas improvisadas, como el famoso contrapicado a Pam acercándose a la casa infernal. Por último, pero quizá lo más importante, la importancia de su diseño de sonido es clave gracias a su tortuosa experimentación con ecos, chirridos, alaridos animales, murmullos guturales y ruidos distorsionados hasta lo irreal, aumentando la sensación de estar dentro de un mal viaje de ácido.

Esta búsqueda del celuloide que escuece da tumbos entre el deseo de controversia gratuita propia del cine de explotación y una intención visceral desde el conocimiento de movimientos fílmicos más abiertos que el clasicismo norteamericano. La influencia de cineastas permeables al desafío como Fellini sedujo a Hooper para tratar de reflejar en imágenes sus propios sentimientos sobre el ambiente político y su realidad, algo común a sus compañeros Romero y Craven. La desilusión generalizada de los setenta, resultante de eventos como Watergate, Vietnam, las tensiones raciales y una economía en picado, define una etapa oscura para la contracultura que ofrecía diversas lecturas temáticas desde una perspectiva más intelectual, pero aquellas conclusiones son tan relevantes hoy como en 1974. La desesperación y el horror proceden de la completa desorientación, el absurdo de la vida sin sentido en un mundo donde hagas lo que hagas ya no tiene ningún valor. El sueño americano queda obsoleto cuando la economía liberal abandona a sus ciudadanos, convirtiéndolos en parias, monstruos. En esta época de precariedad y centralización, donde todo cambia a ritmo vertiginoso, todos corremos el riesgo de perdernos en las zonas rurales cada vez más despobladas. Las posibilidades hoy son confusas y aterradoras, sin embargo es imposible que se repita una obra tan diáfana y rabiosa en plena expansión del neopuritanismo procensura; ningún cineasta de terror puede captar tanto de la complejidad del miedo al vacío de una era, siendo todavía relevante, como lo hizo Hooper con La matanza de Texas.

 

 

Curiosidades sobre la película

Dentro de poco tendremos algunas curiosidades

Trailer

Fotogramas